Cuento / 2343 palabras
Las filas de vehículos avanzan y vuelven a detenerse frente a los puestos
de control. Está oscuro todavía y la llovizna de hace un rato perla los vidrios;
dentro del colectivo hace un frío de morirse. Paulina mira la hora en el
celular. Las seis de la mañana. Va lento
el asunto, murmura entre dientes. Tiene ganas de hacer pis. Los golpes en el
vidrio la sobresaltan. La puerta se pliega con un chasquido y suben dos
guardias armados; al igual que el resto de los pasajeros, Paulina se arremanga para
que puedan escanearle el código de identificación.
Cuando la barrera se levanta, el colectivo arranca perezosamente, pasa
debajo del cartel que dice: “Bienvenido / Ciudad Autónoma de Buenos Aires” y toma
la subida a la autopista. Paulina no mira sobre su hombro, sabe que los puestos
de control y el río van quedando atrás; siente una especie de íntima
satisfacción, como cada vez que entra a la ciudad, pero no quiere ponerse
contenta. Es demasiado pronto para eso,
piensa.
Durante el trayecto contempla los parques cuidados, las calles limpias y
bien iluminadas, las torres construidas en la Nueva Etapa , y piensa
en los que las habitan. Se acuerda de lo que su vieja le ha repetido hasta el
cansancio: “Hay dos clases de gente: los que viven adentro y los que viven
afuera; a los que viven afuera los dejan entrar solamente para que trabajen en
manejo de desechos o en seguridad”. En
realidad es la misma cosa, se dice Paulina con una sonrisa torcida. Se acuerda del tipo al que tuvieron que
sacar, ése que todos los días pasaba frente a su puesto en el hall del edificio
sin mirarla, como si ella no estuviera ahí; hasta la mañana en que su identificación
no pasó por el lector. Paulina se había puesto de pie, se había colgado la
tonfa del cinto y se le había acercado.
—¿Algún problema, señor?
—Sí, no sé qué pasa. No me toma la credencial. —El tipo sudaba.
—Permítame —dijo ella.
“Julio Montero / Jefe de Sección”. El de la foto era él, todo se veía en
orden y la banda no parecía dañada, pero el lector de acceso volvió a
rechazarla. Paulina sabía lo que pasaba; el tipo también, aunque no quisiera
aceptarlo.
—Espere, por favor —le indicó.
Pulsó el botón de la radio pidiendo respaldo —a Méndez justo se le había
ocurrido ir al baño—, sacó su verificador y pasó la credencial. Cuando vio por
el rabillo del ojo que Barbieri y Soto salían del ascensor, confirmó:
—Usted se encuentra desvinculado de la compañía, señor. Tengo que
pedirle que abandone el edificio.
El tipo dijo que no podía ser, que debía haber un error. Gritó, amenazó
y suplicó, pero lo sacaron a la calle. Al final, antes de irse, tenía la mirada
perdida y una expresión que la hizo estremecer. Todos miran de ese modo al
final, pero ella nunca llegó a acostumbrarse.
Hace tiempo que no está en el puesto de acceso y son otros vigiladores los
que manejan esos casos, pero Paulina evoca con frecuencia aquella expresión,
para que no la deje olvidar lo fácil que es caerse de donde uno está, lo fácil
que es perderlo todo.
Baja del colectivo en la esquina del playón y mira el celular una vez
más mientras camina hacia el edificio: las seis y media; está en horario. A
medida que sube las escaleras del frente, ve crecer su reflejo en las paredes decoradas
con el logo de NEC.
En la oficina junto al puesto de acceso está Peretti, el compañero al
que relevará. Intercambian saludos, las frases de siempre —¿Hace frío? Sí, una
barbaridad— y las novedades de la guardia —Sé quemó una lamparita del quinto
piso. ¿Lo demás todo normal? Sí, todo normal—.
Las doce pantallas frente al escritorio no lo desmienten.
Paulina va al baño a cambiarse y vuelva vistiendo el uniforme. Le queda
cada vez más ajustado pero el pullover suelto y la campera ayudan a disimular.
Firma el Libro de Novedades y toma servicio. Peretti ya tiene el bolso listo,
saluda y se va. Ahora Paulina es la Referente del objetivo, lo que significa que los
otros veinte vigiladores del turno están bajo su responsabilidad. Toma la radio
y empieza a chequear con las cámaras que estén en sus puestos y listos para el
cambio de guardia.
A las siete en punto llama a la empresa para dar el presente y pasar la
lista.
Durante casi dos horas nada sucede. El edificio entero parece suspendido
en el silencio. Luego, en tropel, comienzan a llegar los empleados de la
compañía. Paulina se entretiene mirándolos llenar ascensores y hormiguear por
los pasillos hasta que la actividad se normaliza. Empieza a creer que será un
día como todos los demás. Entonces lo vuelve a sentir. No es exactamente dolor,
es otra cosa, una especie de señal. Y ya no puede hacerse la desentendida.
Va al baño a mojarse la cara. Se repite que tiene que tranquilizarse,
que todo va a salir bien. Se mira en el espejo y no le gusta lo que ve; las
ojeras, esas marcas de amargura... cualquiera diría que tiene cuarenta y cinco,
aunque todavía no llega a los treinta. El
peinado tampoco ayuda, se dice con una mueca, y se suelta el cabello. Tiene
ganas de llorar.
Vuelve a su puesto justo a tiempo para ver, por la ventanita espejada,
que alguien saluda a los dos vigiladores del puesto de acceso. Por el uniforme,
un supervisor de la empresa. El corazón le da un vuelco al darse cuenta de
quién es. Un momento después él está entrando a la oficina.
—Buen día, Santoro.
—Buen día, Martínez.
Y el beso en la mejilla.
Daniel Martínez es su supervisor desde hace años. Paulina siente una
vieja fascinación por él; siempre disfrutó de su compañía. Cualquier otro día
lo hubiera invitado a quedarse, le hubiera ofrecido mate o café, pero hoy no es
cualquier otro día.
—¿Alguna novedad? —pregunta él mientras hojea el Libro.
—No, ninguna —responde ella, y en un esfuerzo por dejar de mirarle la
alianza que lleva en el anular, se fija en su uniforme impecablemente planchado;
observa su rostro delgado, nota las entradas profundas, el bigote encanecido. Se está poniendo viejo, piensa con
ternura, y tiene que reprimir el impulso de acariciarle el pelo. De pronto siente
el peso de su ausencia, se da cuenta de la falta que le hace su abrazo (el de
cualquiera, en realidad). Recuerda la noche que estuvieron juntos, la primera y
la última, y la invade una repentina oleada de calor, una confusa mezcla de calentura,
vergüenza, deseo y amargura. Por eso no le gusta recordar, porque al final,
como cada vez que piensa en él, se siente estúpida. Sabe que es algo que nació ya
sin oportunidad. Aprieta los dientes y, tratando de apurar el trámite,
pregunta—: ¿Trajiste la cobertura? Barbieri andaba preguntando si le cambiaron
el franco...
Ya sola, Paulina cierra la puerta de la oficina, se sienta con cuidado y
se sube el pullover. Cautelosamente se toca la panza. No es muy grande, pero ya
tiene treinta y ocho semanas. Lleva tanto tiempo ocultándola que a veces ella
misma necesita tocarla para asegurarse de que no es fruto de su imaginación. Y
ahí está otra vez, ese dolor que no es dolor. Paulina ya tiene un hijo —Marito,
el “recuerdo” que le dejó su único novio antes de borrarse—, de modo que sabe
muy bien qué es lo que está sintiendo.
Inquieta, tratando de no pensar en todo lo que está en juego, toma su
bolso y empieza a preparar las cosas.
En eso está cuando rompe bolsa.
Paulina respira, respira y espera. Ahí viene otra. Es como si una gran
mano le retorciera las tripas desde adentro... y luego las soltara. Está recostada
contra la fría pared del baño, acomodada sobre un par de toallas, y va
controlando como puede con el espejo que trajo. Resiste el deseo de pujar hasta
que cree ver la coronilla, recién entonces puja con todas sus fuerzas. Trata de
recordar su primer parto. Ruega a Dios que sea igual de rápido, ruega a Dios
que éste no venga de culo, que no la desgarre, que respire bien, que esté
completo, que no tenga ningún problema de salud. Todos los miedos que no se
permitió sentir durante el embarazo la invaden de pronto. ¿Y si no pudiera sola?
¿Y si necesitara ayuda? Pero ya es demasiado tarde para pensar en eso. Trata de
vaciar su mente de pensamientos y temores, trata de concentrarse en respirar. Puja
una vez más y sale la cabeza. Ya pasó lo
más difícil, se dice para darse ánimos.
Y la verdad es que termina no costándole tanto.
Es una nena. Una nena con buenos pulmones. Paulina corta el cordón con un
cuter y limpia y envuelve a la criatura. Le seca la cara, le quita los coágulos
sanguinolentos del pelo y la contempla por un momento que le parece eterno. Le
roza la boca con la punta del dedo, ve que tiene el reflejo y la acerca a su
pecho. Cuando la siente succionar, se le caen las lágrimas. Piensa en cómo eran
las cosas antes de conseguir trabajo en la empresa, en las filas interminables
y los interminables rechazos, en el frío colándose en la casucha en la que dormía,
en el hambre como un dolor constante, piensa en sus padres —esos viejos
miserables y egoístas que viven de ella—, piensa en su hijo —ese animalito caprichoso
y maleducado que no hace más que exigirle cosas—, piensa en el alquiler y las
cuentas que hay que pagar... ¿Qué pasaría si la echaran? ¿Qué pasaría si por
esto perdiera todo lo que le ha llevado años conseguir? Valdría la pena, murmura. Y entonces escucha que alguien abre la
puerta de la oficina.
Apenas ha llegado a expulsar la placenta y está sobre un enorme charco
de sangre.
Paulina despierta en la clínica, en una habitación moderna y agradable. Siente
que le duele el cuerpo por todo lo que no le dolió durante el parto. Es como si
los órganos y hasta los huesos intentaran volver a su posición anterior al
embarazo. Cuando trata de incorporarse se da cuenta de que está esposada a la
cama.
—Te revocaron el permiso de trabajo —escucha decir. —En cuanto tengas el
alta, te deportan.
Se da vuelta y lo ve sentado junto a la ventana. Daniel parece muy, muy
cansado.
—Sabés que el embarazo es causa justa de despido, la Empresa incluso podría
iniciarte acciones legales por ocultar información.
Paulina se queda sin aire. Él se
frota el entrecejo.
—Sé cuánto necesitás el trabajo y estoy haciendo todo lo posible para que
no te echen. Podría haber una posición como retén en la autovía... Pero no sé.
Paulina piensa en lo que le ofrece: las casetas del borde, turnos de doce
horas rotativos, a la intemperie, armada —nadie te da un arma por nada—,
revisando a la gente, esperando a los saqueadores.
—¿Y nunca voy a poder volver? —Apenas le sale la voz. Se refiere a
volver a su objetivo, al puesto que ocupaba, pero en realidad también se refiere
a volver a trabajar en la ciudad, a volver a estar con él, a volver a todo lo
que ha hecho miserable y soportable su vida hasta entonces.
—No, no creo —contesta él, y se va hasta la puerta. Pero vuelve, como si
no pudiera aguantarse la bronca.
—No entiendo cómo pudiste hacer esto —le dice. —No te hablo solamente de
mantener el secreto... ¡Tenerla así!
—Vos sabés lo que hubiera pasado si hubiese pedido médico cuando me
descompuse. Me hubieran subido a una ambulancia y me hubiesen tirado del otro
lado de la General Paz.
—¡Te hubieran llevado al hospital!
—¡Del otro lado de la General Paz !
—¿Por eso no llamaste? ¿Porque querías que naciera en la ciudad?
Paulina no responde.
—¿Qué creías? ¿Que te iban a dar la ciudadanía a vos también? ¡No podés
ser tan boluda! Podrán dársela a ella, pero no a vos. ¿No entendés? —Le tira
una carpeta y una lapicera—. Te ofrecen dos opciones: dejarla al cuidado de la
ciudad, renunciando a todo derecho de filiación, o renunciar a su ciudadanía y
llevártela con vos.
Paulina no se la esperaba. Había llegado a creer que tenía oportunidad,
que no era una idea tan loca después de todo. Abre la carpeta pero no puede
leer, las letras se le borronean.
—¿No hay ninguna otra opción?
—No, no hay.
Lo piensa durante un instante y la idea de separarse de ella le hace
sentir un ahogo, un súbito malestar, le duele el pezón del que se alimentó,
siente las tetas llenas y desesperadas, anhelantes, comprende que dejarla sería
como sufrir una amputación, pero sabe que en realidad no hay nada que decidir.
—Deciles que renuncio a la filiación.
Él la mira como se mira a un monstruo y abandona la habitación. Paulina
sabe que es inútil tratar de explicarle y se recuesta en la cama. Se acuerda
cuando se enteró del embarazo, cuando decidió tenerlo; se acuerda cómo se
propuso que todo fuera diferente esta vez. Se dijo entonces que sería su
oportunidad para empezar de nuevo, para hacer todo bien desde el principio,
para sentir la maternidad no como una vergüenza, una carga o la consecuencia de
una estafa, sino de ese modo dulce y sereno que se ve en las películas, para
sentir y dar todo el amor que se supone que las madres deben tener por sus
hijos. Y llegó a creer que realmente podría dejar todo atrás, que su vida después
del parto sería tan nueva como la de la criatura.
Las cosas no salieron como hubiese querido y, sin embargo... Sin
embargo, siente que esta locura no ha sido en vano.
A pesar de todo, su hija se convertirá en ciudadana. Y nadie podrá
quitarle eso.
Una ola de repentino orgullo le inflama el pecho.
© Laura Ponce
* Este
cuento fue publicado en el nro.2 de la revista Sci-Fdi (revista de la Facultad de Informática
de la
Universidad Complutense de Madrid) 15 de junio de 2010
* Fue publicado en “Más acá. Antología del género fantástico argentino”
(Letra Sudaca Ediciones, 2011).
* Fue publicado en la Antología "Tiempo oscuros nro.2 - Especial Argentina" (MiNatura 2013)
Registro SAFE CREATIVE #0806300789375
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