MIENTRAS MIENTES

Cuento / 2868 palabras 


Para Gabriel, que entiende la música del alma

Te veo llegar. El vehículo que te trae bordea la plaza descuidada, estaciona en la calle desierta; bajás y entrás al edificio. Desde mi ventana en el sexto piso, tu cuerpo parece increíblemente pequeño cargando el gran estuche, increíblemente delgado dentro del largo impermeable. Te imagino usando la clave que te di, subiendo al ascensor. Me pregunto por qué tu conductor no te acompaña, por qué te deja moverte sola entre las torres; pero la verdad es que ninguno de estos pungas de pasillo se metería con una chelista. Pienso en tu cuerpo fibroso, modelado por años de entrenamiento, tan afinado como el instrumento que llevás a cuestas, tan indiscutible como un arma. Tu cabello oscuro tirante, peinado hacia atrás, atado sobre la cabeza en una larga cola de caballo que te cae sobre la espalda y que se balancea levemente cuando caminás. Hay algo de equino en vos, algo de magnífica yegua joven, de perfecta conjunción de músculos y tendones, de poder contenido, listo para estallar. Quiero pensar en la disciplina de los templos pitagóricos, en la instrucción marcial que reciben los musimáticos, en lo escasas que son las sacerdotisas ejecutantes, pero no puedo sacar de mi mente el modo en que separás las piernas... Bebo de un trago lo que queda en el vaso y, antes de cerrar las cortinas, le doy una última mirada al cielo mórbido que se oscurece; las nubes de bordes violáceos se aprietan y retuercen entre destellos. La tormenta que parece inminente, que encapota el cielo de Buenos Aires desde hace meses, pero que no termina de desatarse. Lo mismo que la guerra civil.
En la pared vuelven a titilar noticias sobre disturbios en los distritos cartoneros, gendarmería se prepara para entrar a reprimir en el asentamiento de Agronomía, el centro es un caos; nada nuevo; nada sobre lo que no haya trabajado ayer, o antes de ayer. Apago las pantallas de camino a la puerta.
Me sudan las manos. Siento la boca seca, el viejo ardor cerrándome el estómago. La última parte de la espera siempre es la más difícil. Pero, por supuesto, eso ya lo sabés. Por eso te tomás tu tiempo para llegar desde el ascensor. Escucho tus pasos acercándose por el pasillo... Trato de tranquilizarme; me digo que si los nervios no me traicionan, todo irá bien. Respiro profundo. Respiro profundo y espero. ¡Mierda! ¿Tenés que golpear así? Si no estuviese al lado de la puerta, no lo hubiera escuchado.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez; y abro.
No me mires con esa displicencia. No me sonrías así. Me da ganas de matarte. Me da ganas de apretarte el cuello hasta que mueras. Y te dejo pasar, y entrás, y me das la espalda, como si nada. Por Dios, qué linda estás...
—¿Querés que lo colguemos acá?
La elegancia con la que te sacás el impermeable me deja sin aliento. ¿Cómo podés moverte así? ¿Como si todo en vos fuera música, belleza y poder? Y te movés por mi casa como si fuera la tuya. Claro, ya viniste tantas veces... Sabés a dónde ir, sabés que tengo todo preparado, y sin embargo dejás que te guíe.
Siento como si guiara a mi verdugo,
a mi salvador,
al gran maestro de ceremonias...  
No te gusta perder el tiempo, ¿no? ¿“Vamos a lo nuestro, que para eso has pagado”? Te escucho descorrer el cierre del estuche y no puedo evitar que la boca se me llene de saliva.
Sin dejar de mirarte, tomo mi lugar. Una vez más me maravillo en la liturgia de tus preparativos. Tu modo de ubicar el asiento, la forma en que acomodás el puntal... El sereno brillo de la madera me deslumbra, como si en él pudiera entrever los secretos que la tecnología xani guardó allí, como si pudiera entrever el milagro extraterrestre al que los pitagóricos dedican su vida... Es un chelo y no lo es. Es un hibrido. Y ahora se apoya sobre tu cuerpo. Ahora descansa entre tus muslos fuertes, esperando. Esperando que tus manos lo despierten. Esperando que las yemas de tus dedos se deslicen sobre el diapasón como si fuera una espina dorsal.
Cuando alzás el arco sobre las cuerdas, se me corta la respiración.
La tengo tan dura que podría atravesarte.  
La primera nota me tantea. Las siguientes me buscan, me acarician, me pinchan, entran en mí. Siento el calor hormigueándome por las venas. Reconozco a Bach, uno de mis favoritos. La Suite Número Uno. Me conmueve tu elección. Luchando contra la ansiedad, hago un esfuerzo por recordar la pieza, intento concentrarme, descubrir la métrica perdida en tu rubato melancólico, las matemáticas combinaciones que entre salto y salto generan la armonía... Intento mantener cierta distancia, intento estirar el momento, como trataste de enseñarme alguna vez... Me aferro a tu imagen, a la plasticidad de tus movimientos... Quiero seguir mirándote, ida, pura memoria muscular, tus manos yendo y viniendo, como poseída por un espíritu que te funde con el híbrido, más hermosa que nunca... Pero la resonancia ya está afectando mi percepción. Me inunda, me arrastra. Me vence. Me entrego. Cierro los ojos y dejo que las sensaciones empiecen a llegar...
Oleadas. Oleadas de calor. Imprecisiones. El cerebro ajustándose a la nueva sinapsis. Y el calor convirtiéndose en textura, la piel exaltada. Y de pronto, Color.
Manchas, pinceladas que comienzan a mezclarse en el aire con cada acorde. Pero no surgen al ritmo de la música, son la música.
Cada nota en trazos de azul, danzando en la oscuridad, iluminando el interior de mis párpados apretados. La clara sensación de la fuerza física de la música. Cada compás resonando más hondo, mi pecho se convierte en la caja, mi cuerpo entero vibra hasta transformarse en otro híbrido gobernado por el movimiento de tu arco.
Ahora todo es rojo al otro lado de mis ojos cerrados, como presenciar un incendio, como estar de cara al sol. Tengo miedo de abrirlos, pero es lo que más deseo.
Los abro y es la Gracia, llenándome, atravesándome. Separo los brazos, me dejo elevar.
El color ahora es estallido, me rodea, me embebe. Y es aroma, aroma a verdor, exuberante, fresco, salvaje. ¿Será así el planeta del que vinieron los xani? Mi mente se expande, rompe la última barrera.
El entramado mismo de las cosas me es revelado.
Veo la ciudad sucia, sobrepoblada, pulsando su agónica miseria. La melodía discordante, atonal, privada de armonía. Los excluidos, los que sufren, las nuevas asociaciones formándose, la nueva nación que crece... La promesa de la inclusión como una trampa... La matemática de las minorías, prevista en la estructura; la válvula de escape del sistema...
Percibo la indetenible corriente de los hechos... La maduración de un estallido...
Todo está ahí, ante mí, no puedo negarlo, no puedo ocultarme de lo que veo, no puedo negar mi responsabilidad.
La música me envuelve en esta nueva realidad, en esta nueva forma de experimentar la realidad.
Todo ocurre a la vez, como en planos concordantes, solapados. Estoy en mi cuarto, mirándote, y al mismo tiempo en todas partes, como si pudiera ver a la vez todos los canales de la red.
Todo está ahí, ante mí, y al mismo tiempo estás vos, omnipresente, central. Tu cuerpo, tu piel, tus movimientos, que son color y aroma, tibieza, inmensidad y concentración. Tan dentro de mí que temo que me desgarres, que me destruyas al marcharte, porque a la vez estás tan afuera, tan por siempre fuera de mi alcance. Pienso en el arma que tengo en el cajón, en obligarte a que te quedes. Quizás, si fuera lo suficientemente rápido... Pero sé que es una locura. Puedo ver mi cuerpo, enorme en comparación al tuyo, y sin embargo sé que me vencerías sin el menor esfuerzo. ¿Por qué? ¿Por qué tiene que ser así?
De pronto me halló sin fuerzas.
Me invade la desesperación...
Lenta, irremediablemente, caigo...
Sobreviene el abismo.
Pero no pierdo el sentido.
No muero.
¿Por qué no?
¿Por qué no puedo morirme de una vez?
¿por qué no?
El dolor es intolerable.
  Y después ya no hay dolor.
         No hay nada.
Sólo oscuridad.
Durante un tiempo muy muy largo, el cuerpo es peso muerto, insensible amasijo de carne inútil.
No siento nada más. Sólo esta insoportable tristeza. Esta sensación de vacío aplastante.
El deseo de que todo termine de una vez.
Es la tibieza de tu piel lo que me va trayendo de regreso.
Son tus latidos contra mi espalda los que le recuerdan a mi corazón cómo latir.
Es la melodía que susurrás es mi oído lo que me va despertando.
De a poco percibo tu cuerpo desnudo, que me acuna y me sostiene como antes al híbrido.
Sé que no hay nada sexual en esto. Es lo que un socorrista haría para salvar de la hipotermia a un escalador caído. Hubiera muerto de frío si no lo hacías.
Me demanda un esfuerzo enorme ladear la cabeza, pero necesito ver tus ojos.
Son tan claros. Están tan limpios.
Parece que te alegrás de mi despertar.
Dejás de cantar. Tu mano acaricia mi mejilla.
En tu aliento está la Vida. Y me la das. Es como si me devolvieras todo lo que alguna vez perdí.
Tus labios siempre se me hacen tan suaves, tan dulces...
A veces pienso que paso por todo lo demás sólo para llegar a este momento...
Siento que con el contacto empieza a despertar el resto de mí. Luchando contra la torpeza de mi cuerpo entumecido, ajeno, intento abrazarte, necesito retenerte, pero te me escapás dentro del acolchado que nos envuelve. Aferro tu muñeca, pero te basta un pequeño ademán para zafarte, para de pronto ser vos la que me sujeta imponiendo distancia. Y hacés bien. Si pudiera, si te tuviera al alcance ahora, te mordería, trataría de lastimarte, de marcarte, de devorarte, trataría de consumirte con este incendio que me arrasa. Pero esta desesperación no dura mucho. Tus piernas ni siquiera se molestan en trabar las mías; los dos sabemos que apenas puedo moverme, y que no tengo nada con qué atacarte. No soy una amenaza para vos. Nunca lo fui. Nunca lo seré. Y así termina. Ni siquiera con la aceptación de una derrota. Es la aceptación de que soy nada. Cuando está claro, aflojás la presión y me soltás.
Salís de la cama y vas hacia el baño; te escucho abrir la ducha.
No tengo fuerzas ni para llorar.
—¿Por qué no me matás de una vez?
Volvés al cuarto y me destapás de golpe, retirando el acolchado de un tirón.
—Arriba.
Ah, cierto, despreciás la autocompasión; siempre me ignorás cuando te hablo así...
—Si no supiera a qué te dedicás, pensaría que te preocupa mi bienestar.
Sí, no he perdido el gusto por el sarcasmo. La única joya que mi orgullo se ha permitido conservar. Seguro no ha de parecerte gran cosa (veo que no te impresiona), pero no me queda nada más. Por favor, no me quites eso también...
Lo confirmo cuando pasamos frente al espejo: formamos una figura patética. Un gigante que se desmorona, y el cayado al que se aferra, resistente, delgado pero fuerte. Sé que debería sentirme avergonzado; si este abatimiento no me llenara por completo, si no me impidiera sentir cualquier otra cosa, lo haría.
—¡Qué hija de puta!
¿Tenía que estar tan fría el agua? ¿No podías esperar a que se calentara antes de tirarme acá?
Qué turra que sos. Lo estás disfrutando, ¿no? Mirándome desde ahí, sentadita en el piso, mientras me empapo. A la distancia justa para que no te salpique, pero te quedás conmigo. Casi parece como si yo te importara...
Me toma un momento acostumbrarme a la temperatura del agua, al golpeteo de la ducha. No está tan fría; es que tengo el cuerpo demasiado sensible...
La dejo correr sobre mí...
Se me va aclarando la mente...
Empiezo a recordar, a tomar conciencia...
Vienen a mí imágenes sueltas, sensaciones confusas, las distintas etapas del viaje. Intento ordenarlas...
Tardo en darme cuenta... ¿Más de dos horas? No puede ser...
Es como si, lentamente, el agua fuera diluyendo un velo.
Al final me quedo mirándote.
¿Lo decís vos o lo digo yo? No estás acá por lo que pagué. La suma que le transferí a la Orden era una pequeña fortuna (todo lo que pude reunir; ya no me queda nada más que vender), sin embargo no sería suficiente para pagar por las seis Suits, no por una ejecución completa.
Pero soy un hombre razonable. Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo.
 —¿Qué quieren de mí?
 —El código.
No puedo decir que me sorprenda.
Tal vez era sólo cuestión de tiempo.
No pregunto por qué o para qué lo quieren; de pronto es como si todas las piezas cayeran en su sitio; un ramalazo de la claridad absoluta que me dio la ascensión, golpeándome como un destello.
Acceso ilimitado a la red. Cadena Nacional. La música llegando a todas partes al mismo tiempo. Con los acordes adecuados, prevenir un estallido o detonarlo. Y la oportunidad.
—No lo haré.
—Hay otros que conocen el código; la Orden podría obtenerlo de ellos.
—No de mí.
Estoy razonablemente seguro de que soy el único que lo conoce en todas sus variantes.
—Sabés que podrían sacártelo, que eventualmente lo van a conseguir.
—No será hoy.
Sonreís, más como quien acepta un desafío que como quien recibió una negativa.
Y salís del baño. La negociación ha terminado.
A solas, cierro el agua, y hago un esfuerzo por controlar el temblor de mis manos.
Cuando entro al dormitorio, ya estás vestida.
Abro las cortinas; miro hacia la noche, sin ver... Me pesa la ausencia de tu voz, el silencio a mis espaldas sólo interrumpido por el sonido del híbrido entrado al estuche, el correr del cierre... Se me encoge el corazón; me sorprendo sintiéndome culpable, mezquino, por no darte lo que me pedís. ¡No puedo ser tan imbécil! ¡Me doy asco! Pero la inminencia de tu partida me cierra la garganta, me desespera el deseo de retenerte. ¿Qué más puedo hacer? ¿Qué más puedo hacer? Me vuelvo hacia vos. Alzás los ojos, sonreís; sin embargo no hay calidez ni complicidad en esta sonrisa; sólo la cortesía final que anticipa la despedida. Como un gato que ya comió y ahora sólo espera que le abran la puerta para irse.
Desandamos el camino hacia el living y descuelgo tu impermeable del perchero. En un último gesto de caballerosidad, lo sostengo para ayudarte a ponértelo. Vuelve a sobrecogerme la sensación de la extrema brevedad de tu cuerpo. Súbitamente tomo conciencia del esfuerzo que tengo que hacer para reprimir el impulso de abrazarte, de dejarte para siempre envuelta entre mis brazos; pero sé que ahora todo depende de que pueda controlarme.
Me cuesta apartarme. Te vuelvo hacia mí, como para comprobar que todo haya quedado bien, y te acomodo el cuello del impermeable. Las manos se me demoran en un deslizamiento; sin querer se topan con el minúsculo prendedor desprendido en tu solapa. No sé por qué no digo nada, pero en un solo gesto dejo que se resbale al hueco de mi mano, y lo atesoro secretamente llevando la mano a mi bolsillo, absolutamente concentrado en actuar con naturalidad.
Cuando te veo ponerte el híbrido a cuestas y ajustar las correas, cuando lo veo adosado a tu espalda, se me hace imposible no pensar en simbiontes, incluso en un único ser con dos caras; una suerte de Jano, el bifronte, dios de las puertas, de los principios y los finales... ¿Ese será tu verdadero papel como sacerdotisa?
Se me eriza la piel.
De pronto te veo como una verdad inabarcable y ajena. Te veo como oscuridad en llamas. Como silencio atronador. Como valquiria de un tiempo que agoniza.
Me quedo sin aliento.
Busco respuestas en tus ojos y una vez más lo único que encuentro es un laberinto de espejos, un misterio que me elude, pero que me invita a perseguirlo. Igual que la música del universo.
Y me doy cuenta de que ya no me importa el destino de la ciudad, el estallido en gestación ni los planes de los musimáticos. Te acercás a mí para el beso de despedida, y todo lo demás se vuelve nada. En el instante del contacto, en el que la proximidad de tu piel me embriaga de tibieza, lo único en mi mente es imperiosa necesidad. ¿Qué puedo hacer para que no te vayas? ¿Qué puedo hacer? ¡Basta! ¡Te daré lo que quieras! ¡Haré lo que sea! Desesperado, hallo el prendedor en mi bolsillo y lo aprieto hasta casi enterrármelo en la palma; es el único modo de detenerme, de no echar todo a perder. Siento el cuerpo acalambrado, como si cada músculo quisiera lanzarse sobre vos, pero trato de tranquilizarme; me digo que si juego bien mis cartas, si puedo aprovechar este interés que la Orden tiene ahora en mí, esto podría cambiar todo...
Parado en el pasillo, te sostengo la mirada mientras la puerta del ascensor comienza a cerrarse. Ambos sabemos que lo nuestro no ha terminado, pero por esta noche... Por esta noche, nos podemos despedir.


© Laura Ponce

*Este cuento fue publicado en la Antología BUENO AIRES PROXIMA (Ediciones Ayarmanor, 2014)

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