LA TORMENTA

Cuento / 7495  palabras

“Nada de lo que muere,
 muere para siempre.”

(Proverbio árabe)


La escasa información que Azak había recibido al iniciar su viaje hacia Arkaris describía un mundo pequeño, situado fuera de las áreas de mayor importancia y lejos de las rutas estelares más transitadas, igual que muchos otros mundos a los que él, como segundo al mando de una nave de las fuerzas expedicionarias, había sido enviado. De acuerdo a esos informes, la colonia estaba ubicada considerablemente al norte del ecuador planetario; el eje de rotación de Arkaris estaba inclinado unos 28 grados y su ciclo de traslación era de 1115 días, por lo que él dedujo que las diferencias estacionales debían ser notables y duraderas; pero no tuvo muchos más datos sobre los que especular. Al contemplarlo por primera vez con Valdezarín, su capitán, comentaron que, visto desde el módulo de descenso, el pequeño caserío que resumía la colonia se asemejaba a una senda flanqueada por dos mares: de un lado las aguas del océano y del otro las arenas del desierto. No parecía gran cosa y coincidieron en que no debía haber allí nada que los sorprendiera. Azak reconocía que, aunque ya en esa época ninguno de los dos se sorprendía fácilmente, asegurar eso había sido una prueba de gran ingenuidad.
Al conducir a los hombres hacia el poblado comprobaron que, visto de cerca, aquel desierto no se asemejaba a ninguno que él o Valdezarín hubiesen pisado antes. Les pareció que el suelo pálido, dorado y rojizo, duro y resquebrajado, con manojos de pastos oscuros y matas de espinos rompiendo la monotonía de un territorio en el que no resultaba fácil orientarse, no era de arena, ni de piedra, ni de polvo, pero a la vez era de todas esas cosas. Y conforme se acercaban al poblado, notaron que las casas bajas y de aspecto redondeado tenían los colores de las cosas que abundaban en el paisaje, casi como si fueran una extensión de éste, como si las edificaciones en lugar de haber sido levantadas, hubieran crecido de la tierra reseca. La misma impresión les causaron los colonos. La piel rojiza, el cabello oscuro y los ojos dorados, los cuerpos delgados y los rostros curtidos, ese aspecto antiguo incluso en los jóvenes, todo les pareció tan propio de ese sitio, tan ligado al desierto como si la relación que los colonos tenían con él no se hubiera iniciado unos años atrás sino en el principio del tiempo.
Había cierto clima festivo, la gente les sonreía a su paso, y Azak notó que Valdezarín se sentía halagado. Estaban acostumbrados a que las fuerzas expedicionarias no fueran bien recibidas, eran vistas con temor y desconfianza al marchar fuertemente armadas como lo hacían en ese momento por el medio de un poblado al que no habían sido invitadas; pero allí todo parecía ser diferente. Entonces aquel hombre mayor, Kosh, salió a su encuentro. Se presentó como uno de los miembros del Consejo y se ofreció a conducirlos a la Casa de Reuniones. Mientras cruzaban la explanada, Valdezarín aprovechó la oportunidad para comentar lo bien que lucía el poblado y lo alegre que se veía la gente. Por fortuna no se extendió demasiado en agradecimientos antes de ser sutilmente informado de que, aunque se hallaban felices de recibir su visita, el clima reinante se debía a la proximidad del kamala, una festividad local, y no a su llegada. Azak tuvo que hacer un gran esfuerzo por no sonreír.
Dejaron a cuatro de los hombres apostados en la entrada de edificio; los otros doce fueron tomando posiciones perimetrales en el interior del auditorio semicircular en tanto él y Valdezarín seguían a su guía. Kosh iba más adelante comentando que en ese recinto se trataban los asuntos de la colonia, que allí tenían lugar los eventos sociales y la resolución de disputas. Al llegar a la plataforma central se volvió y les sonrió, les dijo que debía avisarles a los demás miembros del Consejo acerca de su llegada, les pidió que se pusieran cómodos y, después de realizar una breve inclinación de cabeza, regresó por donde había venido. Un momento más tarde una muchacha llegó con una bandeja y les ofreció de comer y beber. Era alta y trigueña, dueña de unos ojos profundos, y a Azak se le hizo evidente que no pertenecía a la misma etnia que los otros colonos que habían visto hasta ese momento. No aceptaron y, aunque luego la muchacha dejo la bandeja sobre la mesa, aunque observando el protocolo permanecieron de pie y ninguno de ellos se sirvió, Azak no pudo sacarle los ojos de encima hasta que abandonó el auditorio. Después se enteraría de que el nombre de ella era Ludmé y pasarían muchas otras cosas, pero la forma en que su belleza lo sorprendió aquella vez nunca se borraría de su mente.
Azak recordaba que desde la ventana podían ver el mar meciendo unos cuantos botes atados en el muelle. Ese día había buen clima, una brisa salada llenaba la estancia de frescura matinal. Sin embargo se había sentido vagamente inquieto, le pareció que había algo en el aire, algo extraño. Tiempo después Valdezarín le dijo que, parado allí, mirando por la misma ventana, no pudo evitar sentirse completamente fuera de lugar. Que el pensamiento duró apenas un instante y lo sorprendió. Lo sorprendió con la fuerza que sorprende un retoño de mala hierba descubierto en medio de una cuidada parcela.
Algunos colonos fueron tomando asiento en el auditorio y sobre la plataforma una suerte de consejo de notables encabezado por una mujer (en aquellos días Muró, la Sabia, era regente) pronto estuvo reunido. Valdezarín presentó sus respetos e intercambió un par de formalidades con ellos, pero no perdió tiempo en hacer saber el motivo de su presencia allí: La Confederación había dejado de recibir noticias de la colonia. A Azak le dio la impresión de que se abordaba un tema espinoso aunque no inesperado. La regente respondió que el equipo de comunicaciones había dejado de funcionar. Todos los miembros del consejo lucían un poco incómodos al respecto, especialmente un hombre hacia el que se dirigieron todas las miradas. El hombre pareció hundirse en su asiento, pero no dijo nada. Entonces Muró agregó:
—Es probable que se trate del mismo problema que tuvimos antes, cuando vino la otra fuerza expedicionaria.
—¿La otra fuerza expedicionaria? —preguntó Valdezarín.
—Sí... Vinieron hace unos cuantos años. ¿No estaba informado?
Azak sabía cuánto le molestada a Valdezarín que su ignorancia fuese puesta en evidencia. Murmuró algo como que por supuesto lo sabía, sólo que no se acordaba del nombre de su capitán.
—Coban —respondió Muró, solícita.
Y siguió hablando acerca del gran trabajo que había hecho su oficial técnico en ese entonces, de que incluso se ocupó de capacitar a algunos de los colonos para que se dedicaran posteriormente al mantenimiento del artefacto de comunicación. Pero Azak notó que Valdezarín, absorto en sus propios pensamientos, ya no la escuchaba. Entonces sugirió ver el artefacto para hacer una primera evaluación de su estado y Valdezarín completó el pedido añadiendo:
—Así podremos traer de la nave lo necesario para proceder a la reparación. Supongo que querrán restablecer el contacto con la Confederación lo antes posible, ¿verdad?
Lo preguntó como al pasar, con una sonrisa; pero no había amabilidad en ella, sólo diente afilados.
—Sí, por supuesto —contestó Muró, algo perturbada.
Para Azak había quedado claro que todos sabían cuan grave era ser acusado de sedición y nadie deseaba que sus acciones fueran mal interpretadas. Los miembros del Consejo procedieron a despedir a los colonos presentes diciendo que se los mantendría informados y él y Valdezarín fueron conducidos a la sala de comunicaciones sin más trámite. La sala estaba ubicada en el mismo edificio, en una habitación sin ventanas. Era un cuarto pequeño en el que no había mucho que ver y mientras Azak examinaba el artefacto, Muró había comenzado a hablar acerca del kamala, la festividad que se avecinaba. Azak pensaba que lo había hecho porque estaba nerviosa y Valdezarín, que ya se mostraba algo aburrido, no la había detenido.
Ella contó que en un mundo de escasos recursos como aquel, anticipar la llegada de los bancos de peces y de las bandadas o predecir las mejores épocas para plantar y cosechar, incluso para engendrar hijos, no era algo que se tomara a la ligera. En Arkaris, los solsticios y equinoccios habían alcanzado la relevancia que en otros sitios se reservaba para conmemoraciones religiosas o políticas. Pero el solsticio de verano era especialmente importante. Lo era por derecho propio, pues anunciaba el final de la estación de las lluvias y el comienzo de una época prometedora para el cultivo y la pesca. Pero también lo era porque traía consigo una última y gran tormenta. Una tormenta diferente a todas las demás. No venía del mar. Nacía al poniente, contra las escarpadas montañas negras que se hallaban del otro lado del río. Allí iba creciendo día tras día hasta convertirse en una monstruosidad rugiente y azul, poblada de filamentos cegadores, que finalmente se dejaba arrastrar por los remolinos de un viento caliente y eléctrico, y barría el desierto descargando toda su furia. Y entonces sucedía lo realmente impresionante: El desierto entero cobraba vida.
Valdezarín admitió después que en ese momento no había puesto en duda lo que Muró relataba, después de todo ya llevaba vistas muchas cosas en su larga carrera al servicio de la Confederación; pero tampoco se sintió especialmente fascinado ante aquella revelación. Le dijo a Azak que mientras asentía ante los comentarios de Muró sólo deseaba terminar con ese asunto para poder regresar a la nave, y que cuando él la interrumpió para decir que había terminado el examen preliminar, se sintió aliviado. Entonces Muró les ofreció que se alojaran en la ciudad y compartieran las comodidades que ésta podía ofrecerles con el resto de su tripulación. Agregó que desde luego estaban todos invitados a participar de la celebración del kamala y experimentar junto a la gente de Arkaris el evento de la tormenta. Valdezarín respondió que lo consultaría con sus hombres, saludaron y se fueron.
Azak siempre supo que eso de consultarlo con sus hombres era un decir. Él era el primer oficial, pero en aquellas naves de la Confederación había una sola voluntad que contaba y esa era la del capitán. Y aunque no hubiera sido así, estaba el reglamento. El reglamento era muy claro respecto al trato (o la falta de él, en todo caso) que los expedicionarios debían mantener con los colonos a los que iban a controlar. De todos modos, en el trayecto que separaba la colonia del sitio en el que estaba el módulo de descenso Valdezarín se halló considerando la oferta de la regente. Ambos sabían que, por la naturaleza del desperfecto, la reparación del artefacto de comunicación demandaría unos pocos repuestos y el trabajo de un sólo hombre durante menos de un día. Para la mañana siguiente la comunicación podría estar restituida y para la noche incluso podrían tener capacitado a uno o dos locales en la operación y mantenimiento del aparato. Pero una unidad expedicionaria no viajaba tan lejos sólo para eso: Su verdadero deber era recordarle a los colonos la importancia de mantenerse en contacto con la Confederación. Las autoridades centrales repetían hasta el hartazgo que la Confederación era como una madre amorosa pero severa, y la gente de Arkaris no dejaba de actuar como niños que no comprenden que han cometido una falta. Igualmente no había dudas de que la situación allí no era de la gravedad de otras que habían tenido que manejar, no ameritaba el uso de fuerza extrema ni castigos ejemplificadores, y ambos entendían que en misiones como aquella tenían la obligación de ser tanto diplomáticos como militares. Valdezarín le dijo que tal vez bastaría con una buena conversación y que aceptar la oferta de Muró llevando a los hombres nuevamente al poblado iba a ser un buen modo de iniciar la charla, Azak agregó que un poco de festejo tampoco le haría daño a nadie y así estuvo decidido.
Azak pensaba que para ese momento ya debía haber sido evidente lo que se aproximaba, que de seguro todas las señales estaban a la vista; pero ninguno de los dos reparó en ellas.
Poco después del atardecer, él y Valdezarín atravesaron la explanada seguidos por sus hombres. Allí había grupos recitando o tocando música, colonos bailando o charlando animadamente, y a nadie pareció molestarle el hecho de que ellos se presentaran de aquel modo; incluso los saludaban a su paso, los invitaban a comer y beber, a unirse al festejo. Encontraron a Muró junto a una mesa adornada en la que se destacaban los recipientes con bebida fragante y los alimentos variados y apetitosos. Ella se mostró muy complacida de verlos a ambos, les presentó a su familia y les pidió que los acompañaran en su cena de kamala.
Aunque en esa época no estaban familiarizados con la cocina local ni pudieron reconocer los ingredientes, ninguno de los dos hizo preguntas al respecto. Al igual que él, Valdezarín se sentó a la mesa como un buen expedicionario y, procurando imitar los exquisitos modales de los colonos para beber directamente de los recipientes y servirse de las fuentes partiendo los alimentos sin ensuciarse más que la punta de los dedos, comió, bebió y participó de la charla, esperando el momento indicado para decir lo que debía. Pero al parecer no fue el único con eso en mente. Cuando la conversación languidecía, eran pocos los que quedaban en la mesa y creyó que tendría su oportunidad, Muró se le adelantó. Ella le comentó que, aunque se alegraba de contar con el placer de su compañía y la de sus hombres, lamentaba que hubieran tenido que hacer un viaje tan largo para solucionar el problema del artefacto de comunicación; que ella estaba consiente de lo importante que era mantenerse en contacto con la Confederación, de que se trataba de su mayor obligación como colonos, que estar incomunicado era una situación inaceptable. Entendía que la gente de Arkaris estaba en falta y aceptaba toda la responsabilidad sobre el hecho, pero quería que él supiera que no había habido en ello ninguna mala intención, sólo se habían dejado estar, se habían confiado... El artefacto de comunicación fallaba desde hacía tiempo, pero habían creído que  se mantendría operacional hasta después de la tormenta, habían creído que Coban y su oficial técnico regresarían entonces y lo repararían, que solucionarían la situación antes de que se convirtiera en un problema.
Valdezarín le aseguró a Azak que aunque había oído cuidadosamente lo que ella decía, esa noche se quedó con la sensación de que algo se le escapaba. Algo importante. La repetición de ese nombre volvió a desconcentrarlo. Muró se excusó y los dejó solos en la mesa. La fiesta continuaba a su alrededor pero Valdezarín había dejado de prestarle atención.
Azak sabía que los expedicionarios habían obedecido sus órdenes y que intentaron mantener contacto visual todo el tiempo, pero mientras él y Valdezarín compartían la mesa de la regente y ellos se mezclaban entre los colonos, la celebración siguió su propio curso y las cosas poco a poco escaparon de su control. Aceptaba que hacía calor y que la bebida era fuerte pero se trataba de hombres bien curtidos y sucedieron cosas que no eran fáciles de explicar. Kurk, el más condecorado de todos, aquel que nunca había bailado ni poseía oído alguno para la música, se encontró siguiendo todos los ritmos, bailando y cantando con unas y con otras durante toda la noche. Eldis y Tydar, los mejores puntas de lanza del grupo, se hallaron jugando con los niños, participando de las bromas y arrojándose agua como si aquellos fueran sus hijos o como si ellos tuvieran su misma edad. Incluso Azak, al volver a ver a Ludmé, se sintió cautivado por ella. La recordaba de la mañana de su arribo, cuando su singular belleza lo había sorprendido, pero aquella noche fue mucho más que eso. Durante el festejo la observó yendo y viniendo, hablando o riendo con otras, mirándolo con disimulo. Pero al verla bailar como animada por una música lejana, fue incapaz de apartar su atención de ella.
Tiempo después Valdezarín admitió haber terminado la velada escuchando a Kosh, el hombre mayor que los guió a su llegada. Afirmó que le recordó a su padre. Sin embargo, el parecido no lo encontró en su rostro ni en las cosas que decía, sino en la cadencia de su voz, en cierto convencimiento impreso en sus palabras. Un convencimiento que le recordaba también a otro hombre.
Azak pensaba que durante esa noche todos los que bebieron realizaron el ritual a su manera, que cada cual a su modo deseó renacer, deseó poder volver a empezar. Que para cuando hubo culminado el espectáculo de luces sobre el mar, todos estuvieron listos para la tormenta.

Fue un amanecer lento y oscuro, como si la noche hubiera terminado pero no llegara el día. Como si el alba se hubiera ido demorando más y más hasta quedar detenida en el tiempo, y se hubiera abierto un espacio alterno. Una ausencia de estrellas, una coloración extraña en el cielo. Un calor sofocante y la completa ausencia del viento. Se le hizo difícil respirar. Había algo en el aire... Sutil pero potente. Luego llegó como una resonancia antes que un sonido. Luego un rugido, lejano y poderoso. Luego otro y otro, cada vez más cerca, y el monstruo avanzando hacia ellos con la fuerza arrasadora de su aliento. De pronto el aire se movía, estaba húmedo y tenía un olor extraño, erizaba el cabello. A lo lejos, las nubes azules hervían en destellos y un vendaval enloquecido se lanzaba ya sobre el desierto. Los colonos rompieron en gritos de alegría que tomaron a Azak por sorpresa. Un instante después la lluvia se encontró sobre ellos. El agua estaba fría y en la violencia del aguacero las gotas llegaban a hacer daño, pero nadie se movió de donde se hallaba.
Azak no sabía por cuánto tiempo había llovido, por cuánto tiempo habían estado parados allí. Creía que había sido un período de éxtasis, de comunión. Que podía haber durado horas o días enteros, todo dentro de ese espacio alterno más allá del cual aguardaba el alba. Pero recordaba lo que Valdezarín le dijo después: Con el agua resbalando por su rostro, miró su mano y la vio increíblemente pálida, con la piel arrugada, igual que si hubiera estado mojada durante demasiado tiempo. Sintió el cuerpo helado y los miembros rígidos, igual que si hubiera estado alerta, aferrando su arma, durante demasiado tiempo. Pero no se movió. Como si hubiera comprendido que de hacerlo alteraría el orden adecuado de las cosas.
La lluvia cesó del mismo modo brusco en que comenzó. Entonces todos se echaron a andar. Caminaban hacia el límite norte del poblado, hacia el barranco, hacia el sitio donde comienza el mar de polvo, e iban allí para observar lo que la lluvia había despertado en él.
Después de la cantidad de agua caída, el desierto le pareció un lodazal con charcas aquí y allá. Pero el lodazal comenzó a moverse. Al principio casi imperceptiblemente, luego como si entrara en ebullición. La poca vegetación que ya existía fue cambiando poco a poco. Las púas en las pequeñas matas se engrosaban y desenrollaban, lo que era negro y seco fue cubriéndose de vástagos tiernos, los duros pastizales reventaron en esferas rojas y azules, y las esferas comenzaron a explotar, expulsando pequeñas nubes de partículas amarillentas. Delgados filamentos morados fueron surgiendo del suelo, abriéndose paso en manchones que se agrandaban, y entre sus brotes emergieron pequeños seres que se alimentaban de ellos, o de las partículas amarillentas, o unos de los otros. Unas arañas oscuras se movían a prisa, tejiendo sus grandes telas, mientras cascarudos de afiladas pinzas perseguían gusanitos escurridizos. De las charcas fueron surgiendo criaturas que se arrastraban utilizando seudoaletas para abrirse paso en el barro y cazaban insectos con una lengua protáctil. Entonces llegaron aleteos y gritos extraños moviéndose en bandada desde el poniente. Cruzas entre aves e insectos zumbadores, seres de picos afilados que se abatían sobre las criaturas de las charcas. Algunos se enredaron en las telas y fueron víctimas de las arañas, Azak mismo vio a un gusano enorme surgir del lodo y cazar a uno en pleno vuelo, pero seguían llegando.
—Extraordinario, ¿no les parece? —dijo Muró. Y su voz lo sobresaltó.
Recién entonces Azak se dio cuenta de que no sólo había amanecido sino que el sol se hallaba en lo alto del cielo, un cielo completamente despejado. ¿Era el mismo día? ¿Era otro? Azak tuvo la sensación de que nunca lo sabría. Pero frente a ellos el desierto había cambiado por completo.
—Feliz kamala —murmuró ella sonriéndoles afectuosamente.
Y luego les dio la espalda.
—¿Dónde va? ¿Dónde van todos? —preguntó Valdezarín.
—Regresamos al pueblo. Hay mucho que hacer. Aún no hemos terminado con los preparativos.
Valdezarín vio que, mientras los colonos abandonaban poco a poco el barranco, sus hombres permanecían de pie; lo miraban desconcertados, esperando órdenes. Les hizo un gesto que significaba “reagrúpense y síganme” y se apresuró a alcanzar a la regente seguido por Azak.
—¿A qué se refiere? ¿Preparativos para qué?
—Pronto volverán los que estaban en el desierto. Debemos recibirlos adecuadamente.
—¿Hay más colonos en el desierto? ¿Y qué hacían allí?
—Esperaban.
—¿Qué es lo que esperaban?
Muró se detuvo y les sonrió como si fueran niños a quienes hay que explicarles lo obvio.
—Esperaban la tormenta.

Azak sabía que después de eso, Valdezarín reunió a sus hombres y los condujo al módulo de descenso. Tomó los repuestos necesarios y a los dos expedicionarios que había dejado allí y que se encontraban frescos, y regresó al poblado. Los guió hasta la sala de comunicaciones y los puso a trabajar en el artefacto descompuesto. Luego se dedicó a buscar a la regente. Ni siquiera se cambió de ropa.
Valdezarín le contó que había hallado a Muró en uno de los invernaderos, cosechando junto a otros colonos. Y que al verlo, ella le sonrió de aquella forma beatífica que ya empezaba a molestarle.
—Bienvenido —dijo—. Llega justo a tiempo.
—¿A tiempo para qué?
—A tiempo para recibirlos.
—¿A qué se refiere?
—Ya se lo dije: Los que se han ido, regresan.
Una de las mujeres que estaba junto a la ventana dio un gritito de alegría y corrió hacia la puerta, un niño fue detrás de ella y luego la siguieron varios más.
—Ya comenzó —susurró Muró limpiándose las manos.
Y a lo lejos, hacia el norte, se veían un par de figuras subiendo el barranco.

Para Valdezarín la impresión que habían tenido del poblado al sobrevolarlo por primera vez se repitió ese día: La colonia parecía un puerto en el que las familias se reencontraban, pero los que regresaban no lo hacían de las aguas del océano sino de las arenas del desierto. Lucían como si hubieran caminado por largo, largo tiempo. Parecían cansados y sedientos, pero felices.
Valdezarín los vio llegar uno tras otro, durante toda la tarde.
Ya caía la noche cuando se halló junto al barranco. Ni siquiera sabía porqué había ido hasta allí. Las sombras se confundían sobre lo que había sido un desierto y en ese momento rebozaba de vida. Mil sonidos extraños reverberaban bajo el cielo inmenso en el que pronto comenzarían a aparecer las estrellas. Se dijo que no tenía sentido estar allí y se dio la vuelta, dispuesto a regresar al poblado. Entonces oyó su voz.
—¿Me vas a dar una mano o qué?

Azak pensaba que, sin importar el paso del tiempo, Valdezarín nunca dejó de parecer fascinado al relatar lo sucedido a partir ese encuentro. Muchas veces le dijo que Coban era exactamente el mismo que la última vez que lo había visto. Lo había notado más viejo, claro, pero fuera de eso era exactamente el mismo. No había dejado de hablar mientras comía y bebía como un animal (un animal con muy malos modales). Por fortuna parecía bastarse a sí mismo para la conversación, porque en un principio Valdezarín no fue capaz de articular palabra.
Coban le habló de su llegada a Arkaris, de cuánto lo había odiado al principio, de lo raro que era eso porque en general los lugares a los que era asignado le resultaban indiferentes: frío, calor, selva lluviosa, montaña escarpada, desierto endemoniado, todo le daba lo mismo. Dijo que eso tendría que haberle llamado la atención, pero no lo hizo. Después se dio dado cuenta. Después entendió. Arkaris era un sitio único. Por eso había regresado allí una vez recibido su retiro. Coban dijo que no existía lugar como Arkaris, que incluso había decidido formar una familia. Que Marzala, su oficial técnico, había pensando lo mismo. Coban habló de Marzala como de una mujer extraordinaria, se dedicó a enumerar sus virtudes, pero Valdezarín no pudo prestarle atención. Estaba abrumado por el timbre de su voz, por esas verdades poderosas que parecían estar detrás de todo lo que decía; y se sintió otra vez un principiante, se sintió otra vez a bordo de la primer nave expedicionaria en la que había servido, y se halló frente a la primera persona que le hizo creer que él podía valer algo, el hombre que lo entrenó, aquel que lo guió y  luchó a su lado, el que lo sacó de ese agujero inmundo en el que estuvo prisionero cuando la revuelta en Rognar estalló. Coban era exactamente el mismo que la última vez que lo había visto, pero ¿cómo podía ser? Lo había dado por... Y sin embargo, poco a poco todas las dudas y los interrogantes fueron diluyéndose en su mente, y supo que se rendía, supo que a partir de ese momento dejaría de cuestionar lo que sucedía en aquel desquiciado planeta, ya no haría preguntas ni buscaría respuestas: Renunció a comprender. Simplemente seguiría adelante.
—Me da gusto verte —dijo por fin.
—Es bueno estar de vuelta —respondió Coban, reclinándose en su asiento. Y sonrió—. Qué pequeño que es el universo, ¿verdad?
—Así es.
—De modo que ya te asignaron tu propia nave. Te dije que un día lo harían. ¿Qué piensas del comando ahora?
—Es una posición sobrevalorada.
Coban rió.
—Te lo advertí. Espero que por lo menos haya valido la pena.
Valdezarín creyó detectar algo de rencor en esas palabras y se sintió mezquino y cruel. Sabía que años antes había abandonado a su mentor cuando más lo necesitaba aceptando una comisión más ventajosa en otra nave, lo mismo que había abandonado a su padre uniéndose a la flota.
—No te preocupes —dijo Coban, como si hubiera podido leer su mente—. Todas esas cosas ya no significan nada para mí.
Se quedó un momento en silencio, contemplando el recipiente del que bebía. Luego dijo:
—Vine al poblado para resolver algunos asuntos, mañana será un día muy ocupado. Pero después tengo que hacer un último viaje al desierto, ¿me acompañarías? Será una buena oportunidad de recordar los viejos tiempos.
Valdezarín dudó. Sintió el ramalazo de un temor instintivo. Sin embargo respondió:
—Seguro. Supongo que para entonces estará solucionado el asunto del artefacto de comunicación.
—¿Otra vez hay problemas con ese condenado aparato? Debe ser el estúpido operador que Marzala capacitó la última vez, se creía la gran cosa y era demasiado orgulloso para escuchar razones. Le dije que eligiera a otro, pero ella tenía que hacerlo a su manera... Creía que debía pasar de padres a hijos, que así se establecería como un oficio igual a los demás y la colonia se volvería cada vez más autosuficiente... Le dije que era una soberana estupidez, que ahora nosotros estábamos aquí; pero una vez que se  le metía algo en la cabeza... Sin embargo —dijo mientras retiraba su silla sonriendo —tengo que aceptar que tuvo toda la razón respecto a Ludmé.
Valdezarín se volvió hacia donde él miraba y vio a la joven que acaba de entrar al salón, que buscaba entre todas las caras hasta encontrar la suya y se encaminaba hacia su mesa. Coban se puso de pie e intentó alisarse la ropa, pero ella no le dio tiempo de hacerlo. Casi se arrojó sobre él y lo abrazó con fuerza.
—Lo siento. Me entretuve reparando el generador —se disculpó sin soltarlo—. ¿Llevas mucho tiempo esperando?
—No te preocupes. Lo que importa es que ya estás aquí. Pero déjame verte.
La muchacha dio un paso atrás sin soltar su mano, y se acomodó el cabello con un gracioso gesto de coquetería. A Coban se le llenaron los ojos de lágrimas, pero no dijo nada. Ella volvió a abrazarlo y luego de un momento se apartó.
—Te traeré algo de comer —dijo. Y se alejó ocultando su rostro.
Coban volvió a sentarse y murmuró:
—Te lo aseguro Valdezarín: no hay nada como ser padre.
Y se bebió todo el líquido que quedaba en el recipiente de un solo trago.
Cuando Ludmé regresó con dos tazones de alimento, Valdezarín dijo que debía chequear los progresos en las reparaciones. Se despidió con una corta reverencia y se retiró. 

Valdezarín le contó a Azak que había caminado despacio por la calle polvorienta observando las casas. En muchas había música, en casi todas había luces. La Casa de Reuniones, en cambio, estaba silenciosa y a oscuras. Sus pasos despertaron una profunda resonancia mientras avanzaba por el auditorio. Se detuvo a mitad de camino a la plataforma y se sentó en un sitio cualquiera. Simplemente deseaba quedarse allí, en las sombras. Reparó en que llevaba despierto unas cuarenta horas estándar y pensó en aplicarse una pequeña dosis; pero se dijo que no era necesario: No tenía sueño.
—“Ya tendrán tiempo de dormir cuando estén muertos” —remedó a Coban.
Y se echó a llorar.

Azak recordaba haber despertado a Valdezarín desde su comunicador. Se trataba de un aparatito ingeniosamente implantado en el cuello; sabía que él odiaba que no existiera forma de desconectarlo. Le dijo que había contactado al equipo destinado al artefacto de comunicación y que no les quedaba mucho trabajo por delante. Que enviaría el módulo a la mañana siguiente para proceder a la extracción.
—¿Cómo está la tripulación? —preguntó Valdezarín.
—Parecían algo confundidos al regresar de la colonia, pero todos están mejor ahora.
—¿Y tú?
—También yo.
Se hizo una pequeña pausa.
—¿Qué fue lo que ocurrió allí? —preguntó Azak por fin.
—Todavía no lo sé.
Azak casi pudo verlo frotándose el entrecejo, antes de que repitiera casi para sí mismo:
—Todavía no lo sé.
Finalmente dijo:
—Escucha Zak, hay algo que debo hacer.
—¿Necesitas ayuda?
—No, creo que podré manejarlo. Pero estaré ausente por un día, tal vez dos.
—Bueno, supongo que puede arreglarse. Una revisión completa no le vendría mal a ese aparato. Después habría que asegurarse de capacitar a un nuevo operador, tal vez a varios. Y con seguridad no me molestaría volver a encontrarme con cierta señorita...
—Ten cuidado con lo que haces —gruñó Valdezarín—. Conozco a su padre.
Azak rió y dio por terminada la comunicación.
Valdezarín le contó después que el día así comenzado transcurrió muy lentamente para él. Regresó a la nave en órbita. Comió, se bañó y reunió cuidadosamente el equipo necesario para una expedición al desierto. Pasó revista a sus hombres y puso en orden sus asuntos. Estuvo durante horas en el compartimiento de ejercicios, incluso salió a trotar por los pasillos de la nave, y aún así cuando llegó la noche no tenía sueño. Se dijo que debía tratar de dormir, que lo aguardaba una larga jornada, una jornada incierta; pero el sueño le llegaba sucio e incompleto, en jirones que no lograba aferrar. Cuando por fin lo consiguió, soñó que era una estatua de arena y que su rostro, barrido por el viento, se iba deshaciendo.
A la mañana siguiente regresó a la colonia. Coban lo estaba esperando.

Para cuando se adentraron en el desierto, el paisaje ya no lucía como el día de la tormenta. Las charcas se habían ido secando y en ese momento no eran más que manchones oscuros de superficie agrietada. Los animalitos escurridizos habían ido desapareciendo. Las criaturas voladoras habían abandonado el cielo. Sólo quedaba la hierba morada endureciéndose. Sólo quedaban las flores en los pastizales, marchitándose bajo el poderoso sol que trepaba a prisa por el firmamento. Sólo se oía el silbido del viento, que anunciaba su regreso como amo y señor del valle.
—El renacimiento dura tres días —dijo Coban—. Para cuando caiga la noche todo lo que la tormenta despertó habrá vuelto a dormirse.
Habían estado caminando en silencio durante horas y Valdezarín consideró que era un momento tan bueno como cualquier otro para preguntar:
—¿Hacía dónde vamos?
—Hacia las cuevas.
—¿Qué hay allí?
—Marzala está allí.
Y fue como si el nombre pronunciado desatara algo en su interior. Coban comenzó a hablar y ya no se detuvo.
—¿Sabes...? No, supongo que no lo sabes. La peste llegó un par de años después de nosotros. Probablemente la causó algún cochino organismo desconocido.  Acabó con familias enteras y dejó a otras intactas. Nadie sabe todavía cuál fue su origen o por qué algunos enfermaron y otros no. Los muertos eran demasiados. No quisimos tener un gran cementerio cerca de la colonia por miedo a que contaminara el agua. El desierto parecía la mejor opción. De modo que lo descubrimos por accidente. Hay algo en la arena. Algo que preserva los cuerpos. Pero es más eso, es como si los que fueran enterrados allí nunca hubieran estado muertos, es como si durmieran. Como si el desierto los sanara y los pusiera en una especie de criosueño. Sin embargo lo verdaderamente especial llega con la tormenta del kamala. Parece que la lluvia contuviera la memoria... —Coban se había vuelto hacia él y lo miraba con ojos encendidos—: Parece que al caer sobre el desierto, les recordara lo que solían ser, que los despertara y los hiciera regresar. Algunos de los que regresaban no lo recordaban todo, otros ni siquiera sabían que habían estado enfermos, pero recordaban lo suficiente para volver a ser quienes habían sido.
Valdezarín sintió un escalofrío. Aclarándose la voz preguntó:
—¿Y qué pasó con la gente de la colonia, con los otros, los que estaban vivos?
Coban se quitó la mochila y tomó su cantimplora.
—Al principio tenían miedo, y no fue fácil hacerles entender... Pero yo no podía perderla otra vez… Yo me había vuelto loco, Valdezarín. Ludmé era una niña y yo ni siquiera podía cuidar de ella. Durante el primer año después de que Marzala enfermó viví en las cuevas. No podía volver. Simplemente no podía volver. No, dejándola en el desierto. Estuve en el silencio y la arena durante más de mil días; pero para mí fueron como uno solo, increíblemente largo. Un día sin fin ni esperanza. Entonces llegó el kamala, y ella despertó. No podía perderla otra vez, ¿comprendes?... Hubiera hecho cualquier cosa... Pero no fue necesario. Yo no era el único que había perdido a alguien, y al final todos abrazaron este milagro del mismo modo. Tres días cada mil ciento doce no parece gran cosa, sin embargo...
—¿Qué ocurrió después?
Coban sacudía el polvo de su sombrero.
—No puedo explicarte lo que fue para mí volver a verla. Saber que estaba viva. Pero cuando pasaron los tres días, fue más doloroso incluso que la primera vez. Además ¿cómo podía dejarla sola después de eso? ¿Cómo podía abandonarla sabiendo que sólo dormía? Regresé a las cuevas y al silencio. Los mil ciento doce días fueron otra vez como uno sólo. Pero no sin esperanza. Después de eso volvió una y otra vez, y durante los tres días de renacimiento éramos una familia nuevamente. Ludmé fue creciendo y se convirtió en una mujer maravillosa. Muchas veces me ha visitado en el desierto. Te lo aseguro Valdezarín: ningún padre podría sentirse más orgulloso.
Tomó su mochila y, guardando la cantimplora, reanudó la marcha.
—Fue por ella que no pude aceptarlo.
—¿A qué te refieres?
—Con el tiempo no todos los que despertaban quisieron seguir haciéndolo. Las familias de algunos habían decidido seguir con sus vidas y los habían dejado de lado, otros estaban cansados, unos pocos pensaban que aquello era una especie de sacrilegio; cada cual tenía sus razones. Pero nunca pensé que Marzala estaría entre ellos. Comenzó a decir que ya había tenido una vida, una buena vida, y que con eso era suficiente. Quería que yo la llevara a las cuevas, quería descansar allí, donde la lluvia no la tocara. Me pareció una locura, le dije que me oponía. ¿Quién querría morir si pudiera vivir para siempre? Le supliqué que no lo hiciera, le dije que podíamos estar juntos, que podíamos ser una familia, le dije que Ludmé la necesitaba, que yo la necesitaba; pero no quiso cambiar de opinión. Discutimos y se marchó.
Valdezarín le contó a Azak que al escuchar a Coban narrar estas cosas había sentido un nudo en el estómago. Porque sabía bien lo que era eso. Sabía bien lo que era abandonar a alguien. Nunca olvidaría la forma en que su padre lo había mirado la última vez. Creía que la culpa era un peso que se acrecentaba con el tiempo. Por eso no había podido negarse a acompañar a Coban, por eso no podía dejarlo. Qué importaba que todo aquello fuera una locura, qué importaba que el planeta mismo fuera una fábrica de insensateces. El viejo lo necesitaba. Y él no lo abandonaría otra vez.
Aseguró que había estado tan absorto en esos pensamientos que no se dio cuenta hasta que Coban se las señaló. A lo lejos, contra un promontorio, se veían las rojizas aberturas de unas cuevas. Advirtió que el sol de la tarde descendía y apuró el paso. Coban ya bajaba la cuesta. Junto con el siseo del polvo le llegó el sonido de su voz.
—Y así fue, Val: Después de pasar tantos años esperándola, después de haber dejado todo por ella, Marzala se marchó. Creí que me volvería loco. Creía que la furia nunca se me terminaría. Tenía miedo de matar a alguien. Me alejé de todos. Incluso de Ludmé. Pero con el tiempo la rabia fue desapareciendo. Y despacio, casi sin darme cuenta, comencé a extrañarla. Una noche tuve la clara imagen de ella en las cuevas, yaciendo en las sombras. Entonces me di cuenta de que era yo quien la había abandonado. Porque la última vez que se durmió, la que sería realmente la última vez, no estuve con ella.
Coban hizo un largo silencio; luego se encogió de hombros y murmuró:
—Tenía que volver, ¿comprendes? Aunque otra vez no hubiera esperanza. No podía dejarla sola.

Visto de cerca, el promontorio lucía como una tosca construcción de piedra, como un farallón de escasa altura lleno de aberturas suavizadas por el continuo embate de la arena. Coban se detuvo frente a él y se acomodó el sombrero para mirar hacia arriba.
—¿Sabes? La última vez que estuve aquí hacía un calor endemoniado. Creo que el sol me dañó el cerebro, porque no recuerdo casi nada de ese día.
Se quedó observando las cuevas, las sombras que ya se insinuaban, los manojos de pastos duros que crecían en las rendijas. Luego preguntó sin volverse:
—¿Listo para el ascenso?
—¡Impaciente, Señor! —respondió Valdezarín.
Coban se volvió y sonrió. Luego le dio la espalda una vez más mientras le advertía:
—Ten cuidado con las arañas... Inoculan una neurotoxina. Creo recordar que muerden como el demonio. 
Pero cuando se aprestó a subir, algo llamó su atención.
—¿Qué sucede?
Coban no respondió enseguida, se quedó mirándose las manos. Luego respondió:
—Nada. Todo está bien.
—Déjame ver —pidió Valdezarín acercándose.
—Te dije que todo está bien.
—Vamos, déjame ver.
Después de un breve forcejeo observó sus manos. Estaban frías y muy pálidas.
—Pronto anochecerá, la temperatura está bajado. Ya no soy un niño —argumentó Coban.
Emprendió el trabajoso ascenso y Valdezarín lo siguió.
Llevaban un buen rato subiendo cuando escuchó el grito ahogado. Coban había resbalado y se deslizaba ladera abajo, dando tumbos entre las rocas antes de lograr aferrarse a una saliente. Valdezarín se apresuró a llegar hasta él y lo ayudó a subir a una especie de cornisa. Tendido allí y contra sus objeciones, le abrió la casaca para revisarlo. Casi anochecía, pero aún antes de encender su luz, vió que tenía el torso amoratado. Eran marcas de golpes, pero parecían propias de una caída mucho más grave y no lucían recientes. Algunas de las heridas que tenía en el rostro sangraban, mientras que en otras había pequeñas costras.
—¿Qué es lo que está sucediendo?
—El desierto tiene un sentido del humor inmundo —respondió Coban, y escupió sangre hacia un costado.
—Vamos, te cargaré hasta arriba. Hace frío aquí. Encenderé un fuego y...
—Ya es tarde. ¿No te das cuenta?
Acababa de descubrir una herida pequeña que tenía en la muñeca, una herida como de punción infectada que se hinchaba rápidamente.
—Creo que ya recuerdo lo que ocurrió el día que regresé. Creo que nunca llegué a las cuevas...
Mientras se iba poniendo más y más pálido, Coban le dijo a Valdezarín que sentía como la neurotoxina se esparcía por su cuerpo, como competía con la hemorragia interna para arrancarle la vida. Le dijo que recordaba la picadura y la caída, el sol sobre su rostro, el dolor, la sed y su garganta cerrándose hasta la asfixia. Le dijo que comprendía que el renacimiento estaba llegando a su fin, que el efecto sanador de la arena, o lo que fuera que había mantenido alejada a la muerte hasta entonces, pronto desaparecería por completo. Con sus labios poniéndose azules, se apresuró a murmurar:
—No me dejes aquí. Llévame adentro. Llévame con ella... Donde la lluvia no vuelva a despertarme.
Valdezarín quiso responderle que llamaría a la nave, que lo llevarían a bordo, que contaban con un gran equipo médico; pero supo que nada de eso lo salvaría. Al final sólo dijo:
—No te preocupes. Yo me ocuparé de todo.

Valdezarín le contó a Azak que había pasado esa noche con los muertos. Había permanecido sentado junto a Coban hasta que las sombras lo cubrieron todo. Luego, cuidadosamente, limpió el cuerpo de su mentor. Lo cargó y trepó con él. Halló a Marzala justo donde Conban le dijo que estaría y lo recostó junto a ella. Después apagó su luz y sólo se quedó allí, sentado en la oscuridad, mirando hacia fuera.
Le contó que la primera claridad hacía que el desierto luciera extraño, fantasmal. Que le daba un brillo azulado al polvo. Aseguró que se trataba de un efecto tan poderoso que lo hizo salir de la cueva y acuclillarse en la saliente para observado. El desierto parecía un terreno recién hecho, completamente nuevo, con todo el tiempo por delante. Un sitio en el que cualquier cosa era posible. Un sitio en el que se podía empezar otra vez. Pero junto con eso le llegó la comprensión de que no podía quedarse. Si lo hacía habría consecuencias. Y no se trataba de que tuviera miedo, sino de que no lo tenía. El miedo, en mayor o menor medida, había sido una presencia constante en su vida; esa era la primera vez que se sentía completamente libre de temor. Sólo supo que no podía pensar en sí mismo o en descansar antes de que le llegara la muerte o el retiro, lo que pasara primero. Y aún sabiendo eso, supo que se hallaba irremediablemente ligado a aquel lugar, y que un día volvería. Se puso de pie sacudiéndose el pantalón. Accionó el comunicador y llamó a la nave para pedir que lo recogieran. Pasó la mano por la inscripción que había dejado en la entrada de la cueva y emprendió el descenso.

Azak recordaba que después de eso los años pasaron y pasaron las misiones, que fueron destinados a muchos otros sitios, pero que Valdezarín nunca olvidó el desierto. Se volvió más silencioso y más decidido, como él imaginaba que solían ser aquellos que conocen su destino.
Regresaron a la colonia de Arkaris una mañana de verano. Cuando Ludmé ya era regente. Azak la recordaba y ella recordaba a Azak. No se opuso a lo que solicitaba. Después de una sencilla ceremonia oficiada por ella, Azak bajó el barranco y llevó a Valdezarín hasta el sitio que él había elegido. Un lugar desde el que se veían el río y las montañas. Cavó una tumba poco profunda y depositó su cuerpo. Luego regresó al poblado e hizo los arreglos para establecerse.
Con el tiempo él y Ludmé construyeron una casa pequeña que mira hacia el poniente. Sentado en el pórtico, Azak suele recordar los viejos días. Sentado allí, puede ver el río y las montañas. Puede oír al viento trayendo la canción de la arena. Sentado allí, puede ver el sitio en el que duerme su amigo, el sitio en el que espera la tormenta.


© Laura Ponce


* Este cuento forma parte de “Relatos de la Confederación”

* Fue publicado en junio 2007, en Revista Cuásar nro.45

* Forma parte de la Antología "Alucinadas - Ciencia Ficción escrita por mujeres" (2014)



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