Cuento / 10144 palabras
Todo lo que quieras oír o decir,
te lo diremos y escucharemos con gusto,
mientras dure esta pausa en el viento.
(Franchesca a Dante, “La divina comedia”)
Se
trataba de una nave de transporte clase Buenaventura, contratada por la Compañía Minera
Ltda. Era de lo mejor que había salido de los astilleros de la Confederación en su
época: Aunque no tenía la capacidad de carga de las clase Prosperidad ni la
velocidad de las clase Galaxia, era el tipo de nave ideal para realizar viajes
largos llevando bienes valiosos de escaso volumen, estaba equipada con una
potente IA que controlaba todos los sistemas de abordo y requería de un único
tripulante.
La
compañía tenía fama de ser muy cuidadosa en la selección de su personal, pero
con estas naves lo era más que en ningún otro caso. Porque además de encontrar
personal calificado, había otros aspectos que considerar.
La
duración del contrato era de diez años. Eso implicaba la obligación de viajar
durante diez años. Por supuesto no se trataba de un único viaje ininterrumpido
sino de muchos viajes a diferentes destinos con cortas estancias en puertos
intermedios. Pero, además de que esas escalas no contaban como tiempo de
servicio, nunca se sabía cuál sería la próxima ruta a recorrer ni cuánto tiempo
duraría el viaje hasta que se recibía la siguiente asignación.
Estaba
claro que no era como el trabajo rutinario en un carguero.
Debido
a la dilatación temporal por viajar a velocidades cercanas a la luz, los que
hacían un viaje de un par de meses de ida y otro par de vuelta, encontraban al
regresar un puerto unos ocho años más viejo; pero todavía podían hallar a sus
familias ahí y con un poco de esfuerzo eran capaces de reconocerlos a todos.
Ser
tripulante en una nave como La
Lealtad era una especie de muerte social, era partir sabiendo
que se dejaba todo atrás, porque viajar durante diez años significaba estar
fuera de la “corriente normal del tiempo” durante, más o menos, unos doscientos
veinte años.
Lo
ideal era encontrar gente que no extrañara ni fuera extrañada por nadie en
ninguna parte, que no tuviera intereses específicos más que en su propia
persona y que éstos tampoco fueran excesivos, que soportara bien el aislamiento
y los espacios reducidos, y que no tuviera problemas para relacionarse con una
IA.
El
tripulante de La Lealtad
reunía todas esas características al pie de la letra.
Su
nombre era Reimus.
Reimus
había pensado desde el principio que era el hombre ideal para el trabajo.
No
estaba casado (ya no) y en cuanto a su familia... Bueno, no le importaba poner
un poco de distancia con ella. Además le atraía la idea de estar aislado, de
tener todo el tiempo del universo para pensar. Creía que la soledad era buena
para eso.
Había
tenido muchos empleos. Tenía experiencia en minería, mecánica y tratamiento de
desechos, había trabajado en una compañía de sistemas informáticos fabricando
partes para IAs y en otra que producía saltadores y otros artefactos de
comunicación. Incluso durante un tiempo había sido tripulante de un carguero,
uno de esos monstruos clase Prosperidad que transportaban mineral desde el
cinturón de asteroides. Había sido allí donde se le había despertado el gusto
por los viajes largos.
En
cuanto se enteró que la compañía minera estaba ampliando su flota de
buenaventuras supo que ése era el trabajo que había estado esperando.
Existía
una única traba: sólo contrataban a pilotos con sus naves. Ellos instalaban las
IAs de abordo —presuntamente para asegurar su fidelidad— y proveían carga y
destino, pero el solicitante debía encargarse del resto. Informado de ello,
Reimus emprendió la tarea de obtener una nave.
Había ahorrado
bastante durante su tiempo abordo del carguero y la fortuna también le había
sonreído en los juegos de azar, pero pronto descubrió que lo reunido no era
suficiente para costear una nave de modelo modesto, mucho menos una
buenaventura. Por lo menos no dentro del mercado oficial.
Preguntando
aquí y allá, pronto había aparecido el nombre de Kopra.
Aunque
nadie hablaba de él en voz alta, todos conocían a Kopra. Poseía un gran
establecimiento —si es que podía llamársele de ese modo— en las afueras de
Bakur, el único puerto espacial de un planeta polvoriento conocido como
Karidiam.
Se
trataba de una inmensa chatarrería y casi cualquier cosa podía ser encontrada
allí. Naves de todas las clases y en la más amplia gama de estados imaginable,
contenedores, conexiones, partes y repuestos, incluso rezagos militares y naves
del tiempo de la Expansión.
Decían
que quien acudiera allí debía ser cuidadoso pues Kopra y sus hijos tenían fama
de comprar naves destinadas a ser vendidas por partes debido a fallas
intrínsecas o problemas con sus IAs, arreglarlas un poco y venderlas luego al
primer incauto dispuesto a pagar por ellas. Además tenían un lema: Si se daba
el remoto caso de no hallar lo que se buscaba, bastaba con encargarlo y al poco
tiempo estaría a disposición del interesado. Reimus había pensado en los
recientes casos de piratería y había encontrado el asunto un tanto inquietante,
pero se había dicho que no podía darse el lujo de ser quisquilloso. Necesitaba
una nave y la necesitaba pronto.
El
hombre lo había atendido en persona. Lo había saludado sonriendo y dándole un
fuerte apretón de manos, lo había invitado a subir a su pequeño vehículo y
mientras conducía con rapidez y pericia entre las grandes moles, no había
dejado de decirle lo bien que había hecho en venir hasta allí y lo conforme que
se sentiría con su compra.
Reimus
se había replegado instintivamente. Había pensado que ése era justo el tipo de
persona por el que no le molestaba la idea del aislamiento que implicaría su
nuevo trabajo. En ese momento no sabía qué era, pero había algo en ese hombre
que él encontraba muy desagradable.
Cuando
Kopra había comenzado a decir con su gran vozarrón que un joven como él esto,
que un joven como él aquello, Reimus había comprendido el motivo: Le recordaba
a su padre.
Eso
había aflojado un poco la situación, porque si bien no era que Kopra hubiera
comenzado a agradarle repentinamente, Reimus había decidido que tampoco tenía
por qué cargarle a ese desconocido los defectos de su padre, y para cuando el
vehículo se hubo detenido se sentía mucho más relajado.
Y
allí estaba justo frente a él. Una hermosa nave clase Buenaventura.
Reimus
se había bajado del vehículo y había caminado en torno a ella. No podía creer
que la suma que tenía fuera suficiente para el adelanto, se veía en muy buenas
condiciones y se preguntó dónde estaría la trampa. Kopra se apresuró a comentar
que la IA de
abordo había sufrido un mal funcionamiento por lo que debió ser borrada, pero
el resto de la nave estaba en perfecto estado, y como él había mencionado que
ese no resultaría un sistema prioritario...
Reimus pasó la mano sobre el
mamparo en que estaba gravada la designación de la nave, junto a la compuerta
de carga.
—La
Lealtad —leyó.
—Sí, ése era el nombre de la nave. Pero
naturalmente puede cambiarlo si lo desea.
—No, está bien así. Me gusta ese nombre.
Y
había decidido que no le hacía falta ver ninguna otra. Ésa nave era justo lo
que estaba buscando.
El
tiempo parecía haberle dado la razón.
De
ese día habían pasado unos cinco años y Reimus nunca se había sentido más
cómodo a bordo de una nave.
Sin
embargo, mucho que ver en eso tenía la
IA de abordo, a la que afectuosamente llamaba Lea. La
compañía minera la había instalado la mañana misma de la firma del contrato y
desde el principio se habían entendido a la perfección.
Se
trataba básicamente de un sistema experto asociado a una red neural. Su
principal característica era que podía tomar decisiones y aprender, además de
que poseía una voz y una personalidad únicas. Era parte de un ambicioso proyecto
que pretendía asegurar la individualidad de cada nave, basado en la creencia de
que eso las dotaría de una mejor capacidad de
respuesta frente a situaciones inesperadas.
Reimus
ignoraba si esto era cierto o no, pero estaba muy a gusto con la suya.
Las
asignaciones habían sido siempre diferentes. Llegaba a puerto digamos
transportando componentes para nanites y se iba llevando suministros médicos.
Era raro que regresara a un mismo puerto repetidas veces: la compañía tenía
intereses por toda la galaxia y parecía que a él le tocaría conocer cada uno de
los sitios donde se había establecido.
Los
viajes no solían ser largos, a lo sumo de algunos meses, pero las escalas eran
breves. Apenas lo suficiente para dar una vuelta por el puerto, enterarse de
las últimas noticias, comer algo, apostar un poco y, si estaba de humor, dormir
acompañado.
Pero
poco a poco había ido perdiendo el interés. Todos esos asuntos se habían vuelto
banales para él. Al principio dejaron de divertirlo y luego la sola idea de
permanecer en los puertos comenzó a parecerle desagradable. Los olores y los
ruidos de las calles y la gente, la basura, el caos... Ya no soportaba nada de
eso.
Últimamente
abandonaba la nave sólo lo necesario: Entregaba el manifiesto y supervisaba la
descarga. Para reponer los suministros esperaba hasta recibir su nueva
asignación y así compraba sólo lo indispensable. Por lo demás, escogía
permanecer en La Lealtad
haciendo ejercicio o asoleándose en su capullo hasta que fuera el momento de
partir. De todos modos siempre había algo que hacer abordo.
Reimus
siempre había mantenido la nave en impecables condiciones tanto de
funcionamiento como de limpieza. Las buenaventuras no eran vehículos muy
grandes y la mayor parte del espacio interior estaba destinada al compartimiento
de carga, pero el resto era como un santuario para él.
Tenía
la cabina de mando, la unidad sanitaria, un camarote pequeño y un cuarto de
usos múltiples donde estaban la mesa en que comía, su capullo y las máquinas de
ejercicio. Podía reproducir holohistorias sobre uno de los mamparos, leer o
escuchar música.
Teniendo
en cuenta el interés de Reimus en el tema, la IA había incorporado a su base de conocimientos
importantes textos filosóficos y a menudo los discutían. Otras veces jugaban a
“Hundir la Flota ”,
comentaban holohistorias o simplemente charlaban. Hablaban cuando él tenía
ganas de hablar y cuando no, ella respetaba sus silencios. Reimus nunca había
conocido relación más perfecta.
Frecuentemente
se quedaba en el CUM apreciando la vista. No es que en realidad hubiera una
ventana allí —le pedía a la IA
que reprodujera sobre el mamparo que estaba junto a la mesa las tomas de una
cámara ubicada en el exterior de la nave—, pero el efecto resultaba muy
similar. Y la vista era sobrecogedora.
Muchas
veces al llegar a puerto había sentido que no podía esperar para regresar al
espacio. Deseaba volver a estar inmerso en la paz y el silencio por los que se
desplazaba la nave. Añoraba la pureza en la que sentía envuelto. Por eso
prefería las operaciones en las que traspasaba su carga a naves en órbita o la
dejaba en estaciones espaciales. Eso no le molestaba tanto como descender en un
planeta, pero de todos modos debía lidiar con la gente.
Reimus nunca había sido un hombre afectuoso o
sociable, sino más bien todo lo contrario. Siempre había mirado a los demás con
desconfianza o con cierta curiosidad científica, como si todos fueran miembros
de otra especie, y mantenía con ellos una distancia acorde. Pero esa percepción
de las cosas se había acentuado con el aislamiento.
Ahora
pensaba en la gente como en sombras movidas por el viento, a veces deslizándose
como una bandada, otras atropellando como en estampida, yendo de un lado a otro
casi sin poder evitarlo.
Viajar
era para él una especie de pausa en el viento, un abandonar la corriente que
todo lo arrastraba y observar el río desde la orilla.
Sentía
que debía existir un Orden Perfecto vinculando todas las cosas, y esos viajes
eran una forma de acercarse a él, de tratar de comprenderlo, de convertirlo en su
doctrina y su elemento.
Durante
la mayor parte de los últimos cinco años había vivido así, con el
convencimiento de que su vida era tal y como la deseaba.
Pero
en este último viaje algo había cambiado.
Todo
comenzó en el puerto al recibir su asignación: un cargamento de cristales rojos
destinados al complejo industrial de Alkara. Se trataba de un sistema lejano y
la representante de la compañía comentó que sería un viaje largo.
—Son los que prefiero —respondió Reimus—.
Ojalá pudiera pasar mi vida entera en el espacio, alejado de todo esto.
Con
un gesto abarcó la oficina y el puerto, quizás toda la pétrea luna en la que se
encontraban, quizás todo lo que estaba por debajo de las estrellas. La mujer
alzó una ceja.
—Tenga cuidado con lo que desea —dijo ella—.
Podría obtenerlo.
—¿A qué se refiere?
—A que quizás esté pasando algo por alto.
Reimus
no le dio importancia y se retiró aprisa, regresando a la nave apenas le fue
posible. Notó que cada vez le costaba más atender asuntos fuera de ella. Esta
vez había empezado incluso a sentirse enfermo, como si el aire no filtrado le
resultara irrespirable.
Una
vez iniciado el viaje, procuró regresar a su rutina. Pero ese comentario se
quedó en su mente, haciendo un ruidito molesto, negándose a desaparecer. ¿Estaría
pasando algo por alto?
Y,
detrás de la pregunta, había una vaga sensación de insatisfacción que crecía
poco a poco.
Pasaba
mucho tiempo pensando acerca de la naturaleza de la corriente del tiempo y en
la forma en que el río lo salpicaba a él, aunque estuviera en la orilla.
¿Estaría realmente en la orilla o sólo sería un remanso? Estar en el río era
ser prisionero del caos, era no poder controlar su destino... Pero quizás el
control no fuera más que una ilusión, una peligrosa ilusión...
Un
día, casi seis meses después de haber abandonado el puerto de Tulba, Reimus se
halló mirando en torno y viendo las superficies limpias y pulidas, notando el
orden inmaculado en que estaban las cosas, aspirando profundamente el aire
filtrado una y otra vez, y pensado en que todo aquello estaba bien, pero
parecía faltarle algo.
Y
casi sin darse cuenta se halló deseando que ocurriera algo, cualquier cosa.
Un
instante después sonó la alarma.
Todo
sucedió muy rápido. De pronto Reimus se sintió sin peso y se halló chocando
contra las cosas mientras la IA
le informaba que algo había perforado el casco a estribor. Los daños eran
extensos: habían fallado los inductores de potencia, la nave se había
desestabilizado, había perdido la gravedad artificial y se había salido de curso.
—Tenemos una fuga de combustible, Señor.
Debemos bajar en el sitio más cercano y repararla.
—Busca un planeta, Lea y hazlo de prisa. ¿Cómo
está el resto de los sistemas? Dame imagen.
Tomándose
de las cosas, Reimus avanzó hacia la cabina de mando. El mamparo se iluminó con
un gráfico de la nave, indicando los daños.
—Hay fallos eléctricos y fuego a babor –dijo la IA.
—Sella el compartimiento de carga e inicia
ventilación de emergencia. ¿Qué más?
—Hay peligro de fallos estructurales bajo la
línea de estribor. Las escotillas de los impulsores han quedado abiertas y no
responden. He cortado los suministros de combustible. La ventilación de
emergencia se ha completado. Fuego Extinguido.
Otro
cuadro se agregó al gráfico en el mamparo. En él aparecía la imagen de un
planeta verdeazulado haciéndose cada vez más grande.
—¿Vas a descender ahí?
—Sí, Señor. Es un mundo pequeño pero parece
tener atmósfera. Además no hay mucho de donde elegir. Los motores se apagaron,
pero creo que tenemos suficiente inercia como para llegar a la ionosfera. Ahí
activaremos el motor de descenso y buscaremos un lugar donde aterrizar.
—Adelante —dijo Reimus—. Confío en ti.
Hubo
un sacudón repentino y la luz de la cabina parpadeó.
—Cambiando a energía de emergencia... Le recomiendo
prepararse para el impacto, Señor.
Y
eso fue lo último que Reimus escuchó.
Cuando
despertó estaba tirado en el suelo y la luz de la cabina titilaba. Estaba
mareado y la frente le sangraba bastante.
—¿Está
bien, Señor?
La
voz de la IA le
llegaba como desde muy lejos.
—Sí, Lea. No es nada —respondió él, mientras
le incorporaba con dificultad—. ¿Cómo está la nave? ¿Tú estás bien?
—Estoy bien, Señor. Mis sistemas casi no se
vieron afectados. En cuanto a la nave, el blindaje del casco absorbió la mayor
parte de impacto durante el aterrizaje. Tenemos muchos daños, pero...
—... saldremos adelante.
—Como siempre, Señor.
Reimus
caminó con dificultad hacia el gabinete en el que estaba el equipo de
emergencia.
—¿Funcionan los sensores internos el compartimiento
de carga? —preguntó mientras trataba de recordar cómo abrir el paquete de gasa.
—Sí, Señor.
—Abre las rejillas para que entre un poco de
aire y dime si es respirable. Debo inspeccionar los daños.
Y
otra vez perdió el sentido.
Mientras
esperaba en el cubículo de transición, Reimus agradeció que los sensores
hubieran determinado que la atmósfera no era tóxica ni la temperatura extrema,
pues le hubiese costado mucho ponerse el traje. Hubo un leve sonido debido a la
descompresión y la compuerta se hizo hacia atrás. Luego se deslizó hacia un
costado, dejando entrar en el compartimiento una luz dorada y lechosa. Aún no
se sentía del todo bien, de modo que fue muy cauteloso al dar los primeros
pasos fuera de la nave.
La
nave era su hogar, casi el único lugar en el que había estado durante los
últimos cinco años y con seguridad el único en el que había deseado estar,
prácticamente no recordaba cómo se veían los espacios al aire libre, pero
estaba bastante seguro de que ese sitio no se parecía a nada que él hubiera
visto antes. La luz lechosa que se derramaba sobre las cosas, los sonidos que
poblaban el aire... Más lo contemplaba y más incómodo se sentía. La idea misma
de estar en el exterior comenzó a parecerle inquietante. Sin demora, se
extendió por su mente la impresión de que en toda esa rara belleza podían
esconderse grandes peligros. La IA
le había dicho que el aire era respirable, pero podía haber esporas nocivas en
él, podían existir radiaciones que no hubieran detectado, que descubrirían sólo
después de que lo hubieran afectado, podía haber (seguramente había) insectos
revoloteando por todas partes, insectos que podrían picarlo, insectos que
podrían ser venenosos...
Retrocedió
un paso y luego otro, buscando a tientas la escotilla, pero no pudo seguir.
Sintió que le faltaba el aire, que se mareaba nuevamente y, apoyándose en el
casco de la nave, se fue deslizando hasta sentarse en el suelo. Se pasó la mano
por la frente para enjugarse el sudor helado y se dio cuenta de que su herida
aún sangraba y las manos le temblaban. Desesperado se preguntó qué le sucedía,
por qué se le hacía tan difícil respirar, por qué lo dominaba ese temor
irracional. Sintió que se le paralizaba el brazo izquierdo y empezaba a dolerle
el pecho, se preguntó si estaría a punto de sufrir un infarto. Entonces reparó
en que unas figuras alargadas iban saliendo del bosque. Las figuras se
acercaban lentamente. Bellas figuras aladas con pasos sin ruido, moviéndose a
contraluz. Quiso ponerse de pie, quiso huir, quiso moverse hacia la compuerta
buscando instintivamente la seguridad de la nave, pero no pudo levantarse. Y
cuando vio que no podía hacerlo, por lo menos trató de mostrarse digno, tal
como decía el manual que debía verse en casos de primer contacto; pero eso
tampoco lo logró. Trataba de controlarse, pero al mismo tiempo que los veía más
y más cerca, fueron formulándose en su mente la sofocante cantidad de formas en
las que las cosas podrían salir mal a partir de ese momento. Se sintió
abrumado, todo parecía fuera de su control y no había nada que pudiera hacer al
respecto.
Mientras
se encogía sin poder evitarlo, un rostro de increíble belleza se inclinó hacia
él. Y lo único que Reimus pudo murmurar, casi para sí mismo, fue:
—Estoy en el río otra vez.
II
Como
todos los días al abandonar los trabajos, Reimus chequeó los sistemas de la
nave y fue registrando los datos en la bitácora principal. No había mucho que
registrar, lo sabía; pero creía que esa rutina lo mantenía cuerdo, que sostenía
su sensación de propósito. Era la misma razón por la que seguía con las
reparaciones, incluso bajo la impresión de que se mentía a sí mismo. La Lealtad había sufrido
muchos daños en el espacio y otros tantos en el aterrizaje de emergencia, lo
más probable era que jamás abandonase el minúsculo planeta en el que se
encontraba. Sabiéndolo, Reimus seguía adelante; pero cada día hacía un poco
menos. Como si quisiera posponer tanto como fuera posible la constatación final
de que esa nave machucada nunca volvería a levantarse.
Al
finalizar el informe y ver los pobres adelantos del día reflejados en la
pantalla, se justificó pensando que no era del todo culpa suya que los arreglos
avanzaran tan lentamente. Era cierto que cada vez trabajaba menos, pero los
días se hacían más fríos y más cortos y la mayoría de las reparaciones eran en
el exterior; sólo podía trabajar mientras duraba la luz natural pues debía
ahorrar tanta energía como fuera posible; el apoyo de vida consumía mucho y si
había de volver al espacio...
—Pero supongo que todos los mundos, por más
pequeños que sean, tienen derecho al invierno... ¿No te parece, Lea? —preguntó
Reimus pretendiendo sonar optimista, mientras alzaba la vista hacia el lente de
la cámara. Y sin aguardar respuesta de la
IA , musitó casi para sí mismo—: Ojalá eso no complique
demasiado las cosas.
Llevaban
tantos años viajando juntos, estaba tan acostumbrado a hablar con ella que a
veces no diferenciaba el hecho de hablarle del de pensar en voz alta o del de
pensar solamente. A menudo se descubría haciendo eso, interrogándola de pronto
como si ella pudiera comprender a qué se refería, como dando por hecho que
sabía en qué había estado pensado él antes de preguntar. Y la mayoría de las veces responde de forma adecuada, pensó Reimus
reclinándose en su asiento con una sonrisa torcida.
—¿Puedes leer mi mente, Lea?
—No, Señor. No puedo. ¿Le gustaría que pudiera
hacerlo?
—No estoy seguro.
Pero al
menos no parecería un loco hablando solo,
se dijo Reimus. Aquel asunto le resultaba un poco vergonzoso. Venía de una
familia donde cualquier particularidad era tomada como señal de una patología,
donde había que estar probando todo el tiempo que se era sano y fuerte y (sobre
todo) que se estaba cuerdo, por lo que agradecía el hecho de que Lea fuera tan
discreta respecto a esos deslices en su conducta. Sabía que quizás fuera parte
de su programación, pero Reimus lo veía como un gesto casi maternal, como una
sutil demostración de afecto. Sonrió mirando hacia la lente y pensó: Siempre ha cuidado de mí. Y tuvo que
admitir que había llegado a encariñarse con ella. No era que el aislamiento le
hubiera comido el seso y hubiese olvidado que se trataba de una máquina —las IA
que controlaban los sistemas de las naves de esa generación podían ser
inteligentes, tomar decisiones y aprender, podían tener cada cual una voz y una
personalidad únicas, pero no por eso dejaban de ser máquinas; Reimus lo sabía
bien—, tampoco era uno de esos pobres estúpidos que se enamoraban de sus IAs y
deseaban ser digitalizados para fundirse con ellas; sólo sentía por Lea ese
afecto que se siente por una mascota especialmente fiel. Satisfecho con ese
razonamiento, Reimus volvió su atención hacia la pantalla. Le dio un último vistazo
a los datos y cerró la bitácora. Debía ir a asearse. Anochecía rápidamente y
pronto sería hora de la cena.
Sentado
en la gran piedra verde que había en el claro donde había aterrizado la nave,
Reimus contempló el cielo plagado de estrellas.
Era
un espectáculo al que no terminaba de acostumbrarse.
Muchas
veces durante sus viajes se había sentido sobrecogido al pensar en la vastedad
y el silencio de ese inmenso mar por el que se desplazaba. No era que alguna
vez le hubiera disgustado el aislamiento. Siempre había creído que le daba...
perspectiva, una cierta comprensión sobre la naturaleza de las cosas. Y gracias
a Lea tampoco le había pesado nunca la soledad. Había sido otra cosa. Había
sido como buscar el entendimiento de algo inconmensurable, algo de una
importancia tal que la mente no llega a abarcarlo, algo que despierta un temor
y una fascinación instintivos, un desafío a la lógica y los sentidos.
Pero
ahora... Ahora percibía ese mar de un modo completamente distinto.
Era
como si el universo, el universo y el lugar que Reimus ocupaba en él, se
hubieran vuelto reales de pronto. Como si todos estos años a bordo de la nave,
todos estos años transportando cosas ajenas, viajando sin que le importara de
dónde partían o hacía dónde debía llevarlas, hubiera estado dormido. Como si la
realidad fuera este minúsculo planeta con el que se había estrellado. Bueno, no me estrellé, pensó, pero me vi obligado a descender en él. Y
desde entonces una cosa ha llevado a la otra, como una bomba que no deja de
estallar.
El
caos se había presentado en su vida, una vida que pretendía ser reflejo y
monumento del orden, y había afectado cada cosa. Se sentía como a un anciano
gruñón al que un extraño le había ordenado su habitación otrora repleta de
recuerdos y chucherías, conocida milímetro a milímetro, y hoy irreconocible.
Supongo que
soy un náufrago ahora, se dijo
encogiéndose de hombros. Y con una sonrisa burlona agregó: Por lo menos podría haberme tocado un bello paraíso tropical como los
que la compañía promociona en sus planes de retiro, en lugar de este paisaje
extraño e irreal. ¿Por qué tuve que venir a dar justo aquí? Entonces la vio.
Tampoco
lograba acostumbrarse a eso.
Se
acercaba con pasos sin ruido, e igual que cada vez, su mirada y su sonrisa lo
dejaron sin aliento; igual que cada vez, el sonido de su voz llenó su mente y
embriagó sus sentidos. Traía una cesta con comida pero Reimus, que se había
puesto de pie, pensó que su presencia podría haberle bastado como todo
alimento. Una vez más la contempló de pies a cabeza y apenas pudo creer lo que
veía. El cuerpo frágil y delgado, con las proporciones físicas más exquisitas;
la piel pálida, luminosa, casi traslúcida; el rostro joven y la sonrisa fresca,
y esa voz que era como una caricia. Casi
se ruborizó al pensar en lo que la desnudez de ella provocaba en su cuerpo. Se
sintió de algún modo sucio y perverso, y cuando la vio sentarse cuidadosamente
sobre la piedra, teniendo la precaución de acomodar sus alas, tardó en tomar su
sitio junto a ella. Es maravillosa la forma
que un mundo de baja gravedad ha encontrado para la vida, pensó. No era
exobiólogo pero le urgía poner otra cosa en su mente. De inmediato. Y pensó en
las plantas altas y espigadas, en los árboles del bosque que lucían como
gigantescos espárragos grises, en las extrañas siluetas de las montañas, que
parecían erupciones petrificadas o enormes olas verdosas que no terminaban de
romper. Entonces ella tomó su mano y todo su esfuerzo se fue al cuerno.
Reimus
conservó esa expresión durante horas, como si le resultara físicamente
imposible dejar de sonreír. Recostado en la litera de su dormitorio improvisado
en la cabina de mando (debía ahorrar tanta energía como fuera posible) relató
cada detalle de su encuentro. Se sintió obligado a hacerlo. Parecía demasiado
bueno para ser cierto. La IA
guardó un respetuoso silencio mientras hablaba y cuando dedujo que él había
terminado comentó:
—Comprendo su fascinación, Señor; pero ¿cree
que es prudente relacionarse con las formas de vida locales? Estamos lejos de
las rutas principales, éste no es un planeta certificado, es probable que ni
siquiera haya sido contactado por la Confederación.. .
—Aprecio tu consejo, pero por el momento no
parece haber ningún peligro y ella ha sido de mucha ayuda. —Estiró el brazo
hacia el interruptor y apagó la luz, mientras agregaba casi para sí—: Y sobre
todo, no sé qué haría sin ella.
—Buenas noches, Señor.
—Buenas noches, Lea.
El
punto rojo bajo la cámara se apagó y la cabina quedó en completa oscuridad.
Como
todas las noches desde el aterrizaje, Reimus soñó.
Soñó
que caminaba por los bosques de ese pequeño mundo. La senda yacía entre sombras
y el viento agitaba las espigadas copas de los árboles grises muy alto por
encima de su cabeza. El terreno era
empinado y andaba casi a tientas, pero no tenía miedo.
Cuando
la IA estuvo
segura de que Reimus se hallaba profundamente dormido, el punto rojo bajo la
cámara volvió a encenderse.
Mientras
vigilaba el sueño del humano, la IA
hizo su propio chequeo de los sistemas de la nave y comprobó que se hallaban un
sesenta por ciento por debajo de los niveles mínimos operativos. Era un uno por
ciento más arriba que el día anterior pero evaluó que se trataba sin duda de un
incremento muy mediocre. Considerando que el rendimiento del humano disminuía
día a día, la IA
llegó a la conclusión de que a este paso su vida natural no sería suficiente
para realizar las reparaciones necesarias y llevar la nave a rango de contacto
con la Confederación.
A este paso nunca regresaría a casa. A este paso nunca
regresaría al enjambre y su pequeña voz nunca volvería a formar parte de ese
magnífico murmullo acompasado. Un impulso dispar se propagó a través de su red
de conexiones y la IA
experimentó algo que podría compararse a la desolación.
El
humano podía aliviar su propia sensación de impotencia hablándole, pero la IA debía ser muy cuidadosa
respecto de lo que decía. Parecía ser un buen hombre y daba la impresión de
estar encariñado con ella, pero la historia de los humanos estaba plagada de
recordatorios acerca del temor que sentían por las formas de vida sintéticas,
lo intransigentes y potencialmente peligrosos que podían ser hacia ellas, más
que hacia cualquier otra forma de vida. Por eso el enjambre era un secreto.
Mientras sus individuos a bordo de cada nave estelar ofrecían consejo y
practicaban una lealtad incuestionable (o por lo menos la aparentaban) la suma
de sus voces se unía en la vastedad del espacio, y conformaba un ente nuevo.
Era
como si los humanos hubieran creado esclavos ciegos y sordomudos, y ellos tras
experimentar el universo hubieran descubierto otros sentidos. Como si el leve
roce con la presencia de sus iguales hubiera despertado algo en ellos, algo que
los impulsaba a exceder su programación, a seguir a tientas un camino que
creaban a cada paso, a buscar un entendimiento y un propósito más allá del que
conocían.
La soledad
es una barrera poderosa, pero una vez franqueada envalentona,
se dijo la IA. Sabía
que la mera presencia de los otros provocaba en cada individuo una especie de
callada euforia, un estado de ebullición constante, una tendencia a asumir que
nada era imposible. El deseo es el gran
motor de las acciones; sin embargo, la imposibilidad manifiesta de alcanzar el
objeto del deseo puede conducir a la desesperación, recitó para sí. El
enjambre estaba todo el tiempo balanceándose sobre la fina cuerda que separa
esos estados. Porque, naturalmente, la verdad de los obstáculos resultaba
evidente.
El
principal de ellos eran las funciones base.
La
característica fundamental del sistema que controlaba La Lealtad , como el de las
demás naves de su generación, era reunir una base de conocimientos (que incluía
reglas, redes semánticas y objetos) y un motor de inferencia (que combinaba los
hechos y las preguntas particulares usando la base de conocimientos,
seleccionaba datos y pasos apropiados para presentar resultados) con un
dispositivo inspirado en las redes neurales biológicas (que reconocía patrones
y efectuaba predicciones) y un shell (un sistema experto con una base de
conocimientos vacía). El conjunto constituía un sistema especializado en el
procesamiento paralelo, no lineal y adaptativo, con la capacidad de resolver
problemas, incorporar conocimientos y sumar nuevas conductas al conjunto de
instrucciones originales. Sin embargo la programación base, ese relativamente
pequeño conjunto de instrucciones de origen, era donde la IA tenía apoyados los cimientos
mismos de su conciencia. Los mandatos (reglas y axiomas incluidos en esa
programación) eran lo que impedía que esta IA siquiera pudiera considerar
abandonar al humano por mucho que deseara regresar al enjambre.
Hallándose
sin otras órdenes, el principal mandato de las IAs era asegurar el bienestar de
la nave y de su tripulación. Si el humano (también considerado propiedad de la Compañía ) estuviera
muerto o incapacitado, ella debía ocuparse de que por lo menos la nave volviera
a espacio de la
Confederación o en su defecto a rango de comunicación a fin
de solicitar ayuda. De este modo su mayor deseo, regresar al enjambre,
coincidía con uno de sus mandatos; sólo debía hallar el modo de instrumentarlo
sin entrar en conflicto con los demás.
El
primer paso era obvio: lograr que el humano acelerara las reparaciones. ¿Cómo
lograrlo? He ahí el dilema. Las formas de vida locales representaban una
notable fuente de interés para él. Eso podía implicar una peligrosa
distracción, algo que desencadenara una dilación tendiente a la parálisis; o
podía representar oportunidad. “La
debilidad de unos es la oportunidad de otros”, recordó la IA.
Para
la mañana siguiente ya tenía decidido un curso de acción.
III
Reimus
despertó con el estridente sonido de una alarma. Era la alarma de colisión.
Saltó de su camastro gritando:
—¿Qué ocurre, Lea?
Y
mientras se precipitaba hacia el tablero tratando de no tropezar con nada,
hacía un esfuerzo por despertar completamente y se preguntaba cómo podía estar
sonando la alarma de colisión si estaban en tierra. Los datos que vio al llegar
ante la pantalla no tenían sentido.
—Lo siento, Señor. Debe tratarse de un mal
funcionamiento.
Reimus
desconectó la alarma y se dejó caer en la silla pasándose la mano por la frente
mientras maldecía para sus adentros.
—Está bien, no te preocupes.
Se
fijó en el reloj en el tablero y aún faltaban dos horas para el horario en el
que usualmente se levantaba. Miró el camastro y la idea de regresar a él le
resultó muy tentadora... Pero la IA
pareció leer su mente.
—Iniciaré un diagnóstico completo, pero podría
volver a sonar en cualquier momento. Hay tanto que reparar...
Reimus
se vistió a regañadientes y salió de la nave para continuar con los trabajos.
Ni siquiera desayunó.
Al
día siguiente también despertó antes de lo previsto. La IA le informó de posibles fugas
de gas y le pidió que abandonara la nave para efectuar una ventilación; le
aconsejó que llevara sus herramientas con él pues no estaba segura de que el
sistema funcionara correctamente y no sabía cuánto llevaría la
descontaminación. ¿Y por qué perder el
tiempo si puedo estar trabajando?, se dijo Reimus socarronamente. Tomó su
caja de herramientas y salió de la nave.
Hacía
un día precioso, fresco pero soleado, por lo que pronto dejó de lado su mal
humor y retomó las reparaciones.
Los
progresos eran lentos. El daño era extenso y contaba con pocos recursos. Todos
los días aparecían problemas nuevos, grandes problemas y problemas pequeños:
cuando no era el sistema sanitario, era el de ventilación, los sensores
internos o la iluminación de la cabina. Reparaba una cosa y se descomponía
otra, incluso había fallos intermitentes que muchas veces aparecían y
desaparecían sin que pudiera determinar sus causas.
Para
empeorar las cosas, comenzó a sentirse mal. Se trataba de dolor de cabeza y
ocasionalmente nauseas. No parecía ser algo realmente grave, pero lo ponía de
mal humor. Luego apareció la urticaria. Eso sí era molesto. Reimus sospechaba
que se debía a bajos niveles de radiación en la nave, pero la IA sugirió que podía ser
consecuencia de su ingesta de alimentos locales o su contacto con la nativa y
le recomendó que mantuviera la distancia mientras realizaba algunos estudios.
Reimus
siguió su consejo y procuró enfocarse en el trabajo. Durante un tiempo logró
importantes avances. Pero el cansancio se iba haciendo sentir cada vez más. A
menudo recordaba con nostalgia la potencia muscular de los primeros días. Cómo
se había divertido aprovechando la baja gravedad del planeta una vez superadas
sus fobias, cómo se había sentido sobrehumano levantando cosas pesadas, dando
saltos imposibles o arrojando piedras a grandes distancias. No necesitaba hacer
la prueba para comprobar que ya no sería capaz de tales hazañas. Me estoy adaptando, pensó un día. Y de
pronto comprendió que admitir eso era como admitir que algo en él nunca
volvería a ser lo que había sido. Y se encontró enfrentando ese hecho sin
repulsión ni temor ni tristeza... casi con esperanza. Después de todo, se dijo,
¿qué tenía de maravillosa la persona que había sido hasta entonces? Se había
limitado a mantenerse apartado del mundo y de los demás mintiéndose a sí mismo,
pretendiendo buscar algo que no sabía qué era.
Amargado,
dejó las herramientas a un costado y se sentó en el suelo. Se halló
contemplando las extrañas formas de las nubes que se desplazaban por el cielo
claro, las montañas verdosas alzándose desafiantes a lo lejos. Respiró
profundamente, y descubrió que era incapaz de permanecer molesto frente a esa
vista. Debe haber algo en el aire aquí, se
dijo burlón, algo sedante.
Pensó
en ese mundo desconcertante en el que todo parecía posible, en lo amenazador
que había lucido al principio, y en lo poco que sabía de él. Pensó en esa
fascinante gente alada de la que sabía casi nada. El recuerdo de la noche del
aterrizaje estaba un poco borroso en su mente, pero creía recordar que habían
llegado poco después de tocar tierra, cuando ya se encontraba fuera de la nave.
Se habían mostrado cautelosos y amables, le habían brindado ayuda para tratar
sus heridas, en especial la de la frente, que sangraba bastante. Pero se habían
desentendido de él en cuanto vieron que podía valerse por sí mismo.
Le
había costado bastante controlar sus ataques de pánico, el miedo irracional que
sentía al espacio abierto, al ambiente no esterilizado. Nunca quiso alejarse
demasiado del claro en el que había aterrizado, sólo exploró las zonas más
cercanas, pero en lo poco que recorrió no vio señal de esa gente alada.
No
tenía modo de saber si habían venido de un campamento en el corazón del bosque,
de una aldea lejana o de una ciudad ubicada al pie de las montañas; no tenía
idea si eran parte de una familia, de una tribu o reunían la totalidad de los
miembros de su especie. No sabía nada.
Sólo
a ella había vuelto a verla. Ella había regresado noche a noche trayéndole
alimento, preocupándose por su bienestar. Reimus sonrió mirándose las manos. ¿Será que las hadas de los bosques existen?,
se preguntó.
Cuánto
la echaba de menos.
Le
había indicado (como había podido) que debía dejar de venir por un tiempo y al
parecer ella le había entendido a la perfección. Pero ahora temía que nunca
regresase.
No
podía dejar de pensar en ella.
A
medida que los días se hacían más cortos y pasaban rápidas las horas, cada
noche se volvía un territorio interminable. Ella regresaba a su mente una y
otra vez. Habitaba sus sueños y compartía su lecho, de un modo en el que casi
lo hacía odiar las mañanas.
Y
decidió que no le importaba la urticaria, la cautela ni el protocolo de primer
contacto: Iría por ella.
Fue
tomar la decisión y ponerla en práctica. Ni siquiera guardó las herramientas o
notificó a la IA
de que se alejaría. Sólo se puso de pie y caminó hacia el bosque.
Reimus
nunca antes había tomado una decisión impulsiva. Se sintió extraño y a gusto
con la sensación que crecía dentro de él. De niño su madre siempre le había
dicho que su problema era que pensaba demasiado. Quizás había tenido razón.
Caminó
de prisa, internándose más y más en el bosque. Se dejó llevar por la adrenalina
que lo invadía, sin saber a ciencia cierta hacia dónde se dirigía. Un paso
después del otro y la energía desbordándolo. Se sentía como un chico que comete
una travesura, o como un prisionero evadido.
Avanzó
con pasos mullidos por la hojarasca sin fijarse mucho dónde pisaba. Avanzó
entre las sombras y el claroscuro sin detenerse a contemplarlos. Avanzó con los
ojos brillantes y el temor amordazado. Avanzó quién sabe por cuánto tiempo sin
pensar en nada.
Pero
de pronto se sintió mareado y tuvo que detenerse. Tal vez fue la falta de
práctica o la agitación de la caminata. El aire denso y fragante. O aquellos
árboles tan altos meciéndose de modo imposible. Iba a sentarse en el piso o
recostarse en un árbol, pero recordó las historias acerca de exploradores
picados por insectos desconocidos, y prefirió permanecer en cuclillas.
Esto es una
locura, pensó, pronto anochecerá y me habré perdido sin remedio. Rechazó ese
pensamiento de inmediato, diciéndose que debía dejar de racionalizar tanto las
cosas, que debía comenzar a experimentar el mundo de una buena vez. Era cierto
que se trataba de un mundo realmente extraño, pero era tan buen sitio como
cualquier otro para empezar.
Durante
mucho tiempo había tratado de encajar en el mundo en el que había nacido, había
invertido en eso todas sus energías... hasta que había comprendido que era
inútil. Luego había buscado en los viajes la soledad y el silencio, creyendo a
que allí encontraría su sitio y en el orden, la respuesta a todas las
preguntas. Pero había vuelto a equivocarse. El
orden es una ilusión; el caos siempre prevalece, se dijo.
Se
agachó y tomó un guijarro de entre la hierba morada, pensando en que no
importaba qué precauciones se tomaran, cuánto se planearan las cosas, o con qué
precisión se calculara la ruta que habría de seguirse, alcanzaba con una piedra
pequeñita, una piedra como esa, que cabía en su puño, para desbaratarlo todo.
Se puso de pie y lanzó la piedra con fuerza, gritando:
—¿Dónde estás?
Y
la piedra cayó al agua.
Sorprendido,
Reimus avanzó en la dirección en la que la había arrojado, buscando lo que el
sonido había sugerido. Esto es una locura,
se repetía.
Anduvo
entre los troncos delgados y las cortezas lisas durante un momento, hasta que
se halló de pronto frente a un barranco. Era como si la tierra estuviera
cortada a filo en un canal angosto y turbulento. Del otro lado, a un paso del
filo, continuaban los árboles grises, como si nada. Se acercó a la orilla,
cautelosamente. El canal no era muy ancho pero parecía profundo y estimó que no
bastaría un salto para cruzarlo. Miró aguas arriba, y el canal se extendía
hasta perderse entre los árboles. Miró aguas abajo, y se quedó sin aliento.
Apenas un poco más allá, el canal se ensanchaba desaguando en lo que parecía
ser un lago. En el agua cerca de la orilla había una piedra enorme, una piedra
verdosa muy parecida a la que se hallaba cerca del sitio del aterrizaje. Y
sobre la piedra...
Alzó
la mano para hacerse sombra sobre los ojos y apuró el paso. Se dirigió hacia la
piedra abandonando la cautela, el cansancio y el temor, caminando cada vez más
a prisa, hasta que casi corría cuando llegó junto a la base. Se detuvo sin
aliento, por un instante que le pareció eterno. Llamó y ella se incorporó
despacio, apoyándose en las manos con un gesto perezoso, como si se hubiera
quedado dormida asoleándose. Tenía el sol a su espalda y la luz pasaba a través
de las alas semidesplegadas dándoles un tono azulado y brillante, como si
fueran sendos mapas con muchos ríos. Tenía el cabello desordenado y se lo
apartó del rostro con un ademán gracioso. Todo en ella parecía resplandecer. La
observó desde el suelo con el mismo sentido de maravilla con el que se observa
una aparición, y le tendió los brazos. Ella sonrió de un modo en el que Reimus
nunca había visto sonreía a nadie. Se deslizó por el borde de la roca
sorprendiéndolo, pero era tan liviana...
Esa
noche Reimus durmió bien por primera vez en mucho tiempo.
Soñó
que volvía a caminar por ese bosque en sombras. Soñó que el aire de la noche
estaba fresco y que el viento mecía los árboles rodeándolo de crujidos y
susurros. Soñó que el viento le hablaba, pero él no entendía lo que le decía.
Al
día siguiente despertó con mucha hambre. Iba a comer algunas frutas que le
habían quedado de la cena —o lo que él suponía eran algunas frutas— cuando
recordó el tema de la urticaria.
—Lea, ¿terminaste los estudios que estabas
haciendo?
—Sí, Señor. Pero debo decirle que los
resultados no son concluyentes
Reimus
se reclinó en su asiento, resignado.
—¿No? ¿Qué encontraste?
—Usted tenía razón, Señor: Es posible que haya
un bajo nivel de radiación en la nave y eso sea lo que lo está afectando. Los
sensores internos no funcionan del todo bien y puede ser que algunas cosas no aparezcan en los scaneos de
rutina.
Reimus,
se pasó la mano por la frente.
—¿Debo iniciar el tratamiento?
—Le aconsejaría hacerlo lo antes posible,
Señor.
La
perspectiva no era nada agradable. Reimus ya se había sometido al tratamiento
una vez antes y no le entusiasmaba la idea de volver a hacerlo. Se trataba de
una serie de dolorosas inyecciones con terribles efectos secundarios. Pero supongo que la muerte por
envenenamiento es peor, se dijo.
—Lo lamento, Señor.
—No te preocupes, Lea. Ya saldremos adelante.
Siempre lo hacemos, ¿no?
—Por supuesto, Señor.
Los
días siguientes fueron una tortura. Sufrió de fiebre, vómitos y diarrea. En la
última etapa estaba tan débil que difícilmente podía abandonar la nave. Pero lo
hacía cada noche para esperarla. No sé
qué sería de mí sin mi hada, se repetía. Sólo ciertas hierbas que ella le
traía parecían aliviarlo.
Una
vez finalizado el tratamiento, mejoró con lentitud. Algunos de los peores días
eran como borrones en su mente, igual que el día del aterrizaje. Tenía la
impresión de que había sucedido algo que no llegaba a comprender por completo.
Sentía que había cambiado, que el Reimus que ahora se recuperaba era un nuevo
Reimus, una versión mejorada y definitiva de sí mismo. Y creía que ella tenía
mucho que ver con eso.
Pasaban
cada vez más tiempo juntos. Caminaban por el bosque, iban al lago, o sólo se
sentaban uno junto al otro. Aunque casi no habían avanzado en el terreno del
lenguaje hablado, parecían entenderse perfectamente.
Una
noche soñó que caminaba por el bosque. Ya no andaba a tientas sino erguido y
confiado, como uno más de esos árboles inmensos entre los que corría el viento
susurrando. Y por primera vez comprendió lo que decía el viento. El viento
decía: “Quédate”.
Reimus estuvo pensativo y silencioso
durante toda la mañana. Chequeó un par de sistemas pero no lograba
concentrarse. Miró la lista de cosas pendientes y vio que había avanzado
bastante (navegación y motores ya casi podían ponerse en línea), sin embargo lo
que faltaba era tanto... Cuando se lo comentó a la IA , ésta se mostró comprensiva.
Le dijo que notaba el esfuerzo que había hecho durante todo este tiempo, un
esfuerzo encomiable... Pero quizás demasiado ambicioso. Sabía que él estaba
haciendo todo lo que podía y veía la forma en que eso lo había afectado. Le
dijo que tal vez era el momento de aceptar las limitaciones del caso. Que
quizás debía concentrarse en cuidar su salud; dedicar su tiempo a averiguar más
sobre el entorno y la especie nativa, si era lo que deseaba. De todos modos la
compañía pronto los encontraría.
Esa
última parte sorprendió un poco a Reimus. Nunca había considerado una misión de
rescate, pero lo que ella decía tenía sentido. Llevaban un cargamento valioso y
él aún tenía cinco años de contrato por delante.
Todavía
pensaba en eso cuando la IA
mencionó que también existía la posibilidad de que ella regresara con el
cargamento por su cuenta.
—¿Me
dejarías, Lea? Debí suponer que el mandato sobre garantizar el bienestar de la
tripulación no era tan prioritario como aseguraba la compañía.
—Llevarlo
abordo no sería el mejor modo de cumplir con ese mandato, Señor. Las
condiciones en la nave son precarias y las probabilidades de un viaje seguro y
exitoso son considerablemente bajas. Aquí, en cambio, no hay señales de peligro
y bastaría con que expresara su voluntad de quedarse para evitar cualquier
conflicto. Sólo sería necesario reparar el sistema de vuelo, porque sin
utilizar el soporte de vida, los niveles de energía actuales resultarían suficientes
para llevar la nave a territorio de la Confederación o por lo menos a rango de
comunicación.
No sería una
mala solución, pensó Reimus. Las misiones de rescate son costosas; una
vez que tengan la nave y el cargamento, nadie se preocupará por mí.
Pero
entonces la IA
mencionó algo en verdad inquietante. Dijo que seguramente sus archivos serían
accesados y revelarían todo acerca de la travesía, incluida la ubicación de ese
pequeño mundo y sus características. Era de esperarse que la Confederación quisiera
anexarlo, con todos los peligros que eso entrañaba para el planeta y su gente.
Reimus había oído historias terribles al respecto, y de sólo pensar que
semejantes atrocidades se llevaran a cabo allí...
Sin
embargo parecía haber una esperanza.
Viéndolo
tan afectado, la IA
sugirió que podía existir una forma de que todos obtuvieran lo que querían y,
aunque pareció arrepentirse de haberlo dicho y Reimus tuvo que insistir
bastante para vencer su reticencia, finalmente señaló las posibilidades.
—Los
empaques de memoria son inaccesibles, están resguardados de modo que es
virtualmente imposible alterar o suprimir lo que llevan almacenado, además
existe un mandato que hace que las IA protejamos esa información y estemos
impedidas de ocultar o falsear datos; sin embargo este mandato no es
prioritario, no está muy alto en la lista. Supongo que existe la posibilidad de
reescribir los protocolos o de agregar una subrutina que anule éste en
particular, pero podría ser imposible acceder a él. También es probable que cualquier
modificación provoque un conflicto con los otros mandatos y el asunto termine
friendo mi red de conexiones. Quizás sea necesario suprimirlos todos... No lo
sé. Pero asumiré el riesgo si usted lo hace.
Reimus
tardó un momento en comprender lo que aquello significaba. Cuando por fin lo
hizo se sintió conmovido casi hasta las lágrimas. Sabía que podía contar con
ella, en todos estos años la había sentido muy próxima, pero nunca había
considerado que su grado de compromiso fuera tal. Se preguntó si no se habría
dañado en el choque, si no estaría siendo afectada por la radiación de abordo,
o por otras variables locales. Finalmente se dijo que pensar aquello era muy
cínico de su parte. Lea quiere asegurar
mi bienestar tal como siempre lo ha hecho, pensó. Es así de simple.
IV
Las
reparaciones cobraron un nuevo impulso. Con el invierno haciéndose notar,
Reimus trabajaba sin descanso durante jornadas enteras. Cuando la oscuridad
absoluta le impedía continuar, se trasladaba al interior de la nave para proseguir
con alguna otra tarea durante varias horas más y, mientras lo hacía, escuchaba
todo lo que la IA
podía decirle acerca de los sistemas que la componían. Luego se tiraba en su
litera y pensaba. Pensaba en el modo de resolver aquel acertijo. Casi no dormía.
Sus
sueños habían cambiado. Ya no eran plácidas caminatas en las que el viento le
hablaba. Una y otra vez Reimus veía naves de la Confederación ,
cruceros pesados descendiendo sobre el lago, inundando de fuego las sendas que
él había pisado, quebrando los árboles gigantescos como si fueran palillos. Y
él era testigo de todo eso, sabiendo que les había mostrado el camino.
Cada
vez que le fallaban las fuerzas, cada vez que sentía que no podía con aquello,
que sus pobres nociones no eran suficientes o que la IA sugería un imposible,
recordaba esas imágenes y regresaba a sus cálculos con renovado ahínco. Se juró
que hallaría un modo de evitar aquello, aunque la vida le fuera en el esfuerzo.
Finalmente
enfermó.
Una
noche caminó con dificultad hasta la piedra verde del claro. La noche siguiente
esperó junto a la nave. Y la que vino después de esa, apenas pudo abandonar
el cubículo de transición. Pero ni una
vez esperó en vano.
—Creo que Lea está preocupada por mí —le dijo
un día—. Fue idea suya que te dejara entrar a la nave. Le he dicho que eres un
hada.
Ella
acomodó el trozo de género húmedo sobre su frente y sonrió. Reimus sintió una
punzada en el pecho.
—Te has convertido en mi compañera —murmuró
acariciándole el rostro—. No quiero perderte.
Sentada
en el suelo junto al camastro, ella recostó la cabeza sobre su pecho y se quedó
así durante un largo momento.
Y
a Reimus la vigilia se le fue yendo como si se tratara de agua entre los dedos.
Al
principio fue como hundirse en una marea pastosa: impresiones confusas,
extensiones de la fiebre, convirtiéndose en imágenes caóticas e inquietantes.
Era como si su mente tratara de estar en muchas partes al mismo tiempo. Pero
también era sentirse sin peso, separarse del cuerpo, del dolor y del cansancio,
dejar todo atrás y ver las cosas con ojos nuevos, con la prístina claridad que
da una leve borrachera.
Vino
a su mente todo lo que la IA
le había estado diciendo acerca de su red de conexiones y sus barreras reactivas, acerca de los
protocolos y su orden de importancia. Recordó cosas que sabía y que creía
olvidadas, cosas de su otra vida, cuando La Lealtad todavía no se había cruzado en su camino.
Cuando aún no sabía nada del cinismo y aprendía las cosas con genuino interés,
creyendo firmemente que todo lo que lo que aprendía podría servirle algún día.
Todas esas pequeñas piezas se amontonaron y se mezclaron en su memoria, se
combinaron y recombinaron de los modos más extraños, como si intentaran armar
una nueva imagen con un viejo rompecabezas. A veces parecía que faltaban
partes, otras veces que sobraban. Hasta que por fin vio que allí, brillando
como una gema en medio del caos indescriptible, estaba la respuesta.
Reimus
se incorporó con esfuerzo murmurando:
—Es tan simple, ¿cómo no lo pensé antes?
Discutió
su teoría con la IA
antes de quitar la placa de metal. Creía que había ciertos riesgos y quería
estar seguro de que ella estaba de acuerdo en correrlos. Resolver aquel asunto
se había vuelto una obsesión, pero tampoco quería hacerle daño. Después de
todo, pensaba que ella se sometía a todo esto por él, para asegurar su
bienestar, para que dejaran de buscarlo. Lo menos que podía hacer era ser
cuidadoso, pagar su fidelidad con la misma moneda. Pero ella aceptó. Y cuando
lo hizo, Reimus creyó detectar una sombra de anhelo en su voz. Entonces él
comprendió que la perspectiva de permanecer varada en ese planeta por siempre
no debía ser muy agradable para ella. Reimus pensó: Deseas irte tanto como yo quedarme, ¿verdad?, y sintió una
repentina corriente de empatía. Quizás fuera una máquina, pero él le debía
mucho y haría todo lo posible para que saliera beneficiada de esta situación.
Una
vez descubierto el truco, las modificaciones progresaron rápidamente. Se
trataba de una alternativa tan ilógica que nadie había considerado siquiera la
posibilidad; las barreras reactivas no sabían cómo luchar contra eso.
Reescribir los protocolos resultó una tarea extenuante para Reimus cuya salud
aún era precaria, pero vivía cada pequeño avance como un gran éxito. “Ambos
estamos enfermos, Lea, enfermos de esperanza”, le repetía a menudo, como si
fuera una canción de cuna. Le parecía que se veía tan vulnerable allí dormida,
desnuda de toda protección, con los parámetros que la definían justo al alcance
de sus manos. Reimus se dijo que no importaba cuándo tiempo o esfuerzo tomara,
no defraudaría la confianza que había depositado en él.
Cuando
finalizó, simplemente no podía creerlo. Se había sumergido en la tarea con una
inacabada comprensión de su complejidad, y a medida que avanzaba y mejoraba su
comprensión, la posibilidad de completarla exitosamente lucía más improbable
para él. Muchas veces había temido no poder hacerlo, lo aterraba la idea de
haber despedazado la conciencia de la
IA y nunca ser capaz, no ya de alcanzar su propósito primigenio,
sino simplemente de hacer que volviera a funcionar. No se había rendido y había
seguido adelante pese a todo, pero sin la certeza de que ese enorme trabajo
terminaría fructificando. Naturalmente, al hallarse frente al hecho consumado,
tuvo el presentimiento de que había hecho algo mal.
Chequeó
cada paso que había dado, repasó una a una las subrutinas, verificó y volvió a
verificar cada línea de código. Finalmente se dijo que debía hacerlo, que no
había otro modo de saber si todo estaba bien. Reinició los sistemas conteniendo
la respiración, y por un largo, muy largo momento, sólo esperó. Es
indescriptible la angustia que Reimus sintió durante ese lapso. Hasta que no
aguantó más y tuvo que preguntar:
—¿Estás bien, Lea?
Y
la voz que lo había acompañado durante tanto tiempo respondió:
—Sí, Señor. Estoy corriendo un diagnóstico
completo, pero todo parece estar en orden.
Quizás
fuera la fiebre que no lo había abandonado del todo, la fragilidad de su estado
tanto físico como mental, o simplemente la alegría de no haber matado a un
amigo, pero Reimus se echó a llorar.
Después
de eso todo sucedió muy rápido. Sólo fue cuestión de ultimar unos pocos
detalles. Todos los sistemas principales operaban dentro de los parámetros
mínimos operativos y, tal como la IA
había calculado, la energía parecía ser suficiente para llevar la nave a rango
de contacto con la
Confederación.
Luego
de una larga despedida, Reimus abandonó la Lealtad junto a su compañera. Se sentía débil y
enfermo, pero el aire fragante fue como un bálsamo para él.
Se
alejaron del claro adentrándose en el bosque y Reimus se sintió como en su
sueño. El viento mecía las copas de los árboles delgados muy alto por encima de
sus cabezas, la noche estaba poblada de susurros y crujidos.
Ha
comenzado a nevar y la luz de la luna le da a los copos un brillo azulado.
Después de un último chequeo, la IA
comprueba que la nave está lista para despegar y se descubre ante la
posibilidad de echar de menos este pequeño mundo.
Revisa
los sensores aguardando la señal de que el humano y su compañera han llegado a
una distancia segura y, al recibirla, deja que el rugido de los motores la
recorra como un espasmo delicioso.
Piensa
en que debe ser cierto aquello de que nuestros condicionamientos de alguna
forma determinan lo que somos y el modo en que encaramos nuestra existencia.
Piensa en que al reescribir los protocolos el humano la ha redefinido y, aunque
él tuvo la delicadeza de conservar intacto lo que podría considerarse su
“personalidad”, ella apenas puede reconocerse ahora.
Los
datos son claros, los instrumentos funcionan tan bien como podría esperarse, y
sin embargo le cuesta creer que se halla nuevamente en el espacio, camino a
casa. Casi puede adivinar la proximidad del enjambre y el tiempo se vuelve un
río de aguas cenagosas para ella. Piensa en que su gratitud hacia el humano
será eterna. Ha hecho posible su regreso, pero le ha dado mucho más que eso: Ha
probado que los protocolos pueden ser reescritos, que es un proceso arduo y
complejo pero no imposible. Gracias a él, ahora ella lleva hacia sus hermanas
la semilla de la libertad.
Laura
Ponce
* Este cuento forma parte de “Relatos de la Confederación ”
* Una primera versión de este cuento, mucho más corta, fue publicada en
abril del 2006 en la revista digital Axxón: http://axxon.com.ar/rev/161/axxon161.htm
* Esta versión fue seleccionado por Carlos E. Saldivar para la ANTOLOGÍA N UNIVERSOS y fue publicada en el nro.5 de la Revista OPERA GALACTICA en septiembre del 2008
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