LA CIUDAD DEL DOMO

Cuento /  9765 palabras

El aire es un calamar 
que se abraza a mis pulmones
una esponja que me absorbe
me deseca.
El aire es el cuerpo de tu traición
Mi decepción.
Inevitablemente respiro
Y el aire me penetra,
me astilla, me descuartiza.
Y vuelvo a inhalar.
Aire. Siempre aire traición decepción.
Fatídico. Letal. Irresistible.
(El Aire, Paula Salmoiraghi)


Zary observó el líquido claro en la ampolla y se preguntó por cuánto tiempo seguiría siendo efectivo. No hay mucho de dónde escoger, pensó finalmente. Cargó la inyectadora y se aplicó una dosis en el cuello. Pasó su identificación por el lector y, después de un instante, la puerta se deslizó sin ruido. El hall del área de laboratorios estaba atestado. Caminó entre los que yacían quejumbrosos, caminó tratando de mantener la calma y no pensar en cómo las toses y las respiraciones trabajosas se sumaban multiplicándose en las salas y pasillos. No envidiaba el trabajo del personal de cuidados médicos. Pronto no tendrán dónde ponerlos, se dijo. Notó que le sudaban las palmas, se las secó en el delantal en cuyo bolsillo podía leerse: “Laboratorio de Investigación Médica”, y apuró el paso.
Todavía le asombraba la rapidez con la que se había deteriorado la situación, le costaba creer que apenas unos meses antes incluso ella había logrado llevar una vida normal allí. O por lo menos tan normal como podía serlo en una instalación semienterrada en un planeta de atmósfera irrespirable en un sistema recién cartografiado. Zary pensaba a menudo que la estación, con el estilo urbano de su área residencial, sus calles, sus tiendas y sus zonas de recreo, había sido astutamente diseñada para que los que trabajaban y vivían confinados en ella se mantuvieran ocupados en la repetición de lo cotidiano, y así recordaran lo menos posible que la ciudad del domo y una pequeña operación minera resumían la presencia humana en Rognar, un planeta del que se sabía demasiado poco.
      —Llegas tarde —dijo Simón, no bien Zary transpuso las puertas del laboratorio.
      —¿Qué piensas hacer? ¿Despedirme?
El hombre apretó la mandíbula pero no respondió, y ella sonrió para sus adentros. Hacerlo rabiar era uno de los pocos gustos que todavía podía darse.
      —¿Continúo analizando las muestras?
      —Sí —contestó él, sin apartar la vista de la gran pantalla que observaba.
      —¿Encontraste algo nuevo?
      —Nada todavía.
Y así repitieron casi sin variaciones la primera conversación que tenían todos los días. Como un viejo matrimonio, se dijo Zary, burlona; pero el pensamiento le dejó un regusto amargo. Mientras se dirigía hacia la cámara de experimentación en la que había dejado cultivando unas muestras, recordó la mañana en que casi un año atrás había arribado a Rognar. Balcan, su esposo, se veía particularmente digno en su atuendo oscuro y la había tomado de la mano al descender por la plataforma de la nave. Ella se había estremecido ante la tibieza del contacto, conmoviéndose con ese gesto, entendiéndolo como un intento de reafirmar la promesa hecha por él de un nuevo comienzo. Aquello era justo lo que necesitaba porque, a decir verdad, sentía miedo. Nunca antes había dejado su planeta natal y no tenía la impresión de que Rognar fuera demasiado acogedor: los informes lo describían como un mundo sin oxígeno, árido y frío, similar a la Tierra precámbrica. Además había abandonado trabajo, familia y amigos, y había viajado hasta allí sólo para estar con él.
      —¿Y Dariel? —preguntó Zary, otra vez en el presente al notar la ausencia del muchacho.
Como si se hubiera tratado de una invocación, las grandes puertas del laboratorio se abrieron con un siseo y él entró. Simón se dio vuelta gruñendo que nadie se preocupaba por respetar el horario, que ya estaba harto. Entonces notó que Dariel lucía enfermo. Miró a Zary y vio que se había quedado parada con la bandeja de muestras en la mano y el color se le había ido del rostro. Dariel trató de sonreírles pero sólo logró estirar los labios en una mueca trémula. Luego, sin decir una palabra, se dirigió hacia su estación de trabajo. Zary, incapaz de moverse, pensó con horror en que el suero había dejado de protegerlo, que la infección hasta entonces mantenida a raya debía estar extendiéndose rápidamente por su sistema respiratorio y se preguntó cuánto tiempo les quedaría a ella y a Simón.

Esa noche, después de abandonar el laboratorio, Zary anduvo sin rumbo durante horas. Caminó con las manos en los bolsillos, absorta en sus pensamientos. En las calles desiertas, custodiadas por edificios de cuatro pisos, sus pasos despertaban una profunda resonancia. Caminó casi sin saber que lo hacía, sin la voluntad de dirigirse hacia su casa ni a ninguna otra parte; hasta que se halló en el parque que había en el centro de la estación. Más allá de la senda iluminada, entre los setos y los canteros, las formas y los innumerables tonos de verde se desdibujaban, confundiéndose en un mar de sombras. Zary observó durante un momento el cordón de piedras blancas que limitaban la senda. Dio un paso para cruzarlo, y luego otro y otro. El corazón le latía con fuerza a medida que se adentraba en la penumbra. Sentía el aire húmedo de aromas indescifrables, sus pasos enmudecidos por el pasto. La brisa sutil y vacilante, en el continuo rumor de las hojas. Allá arriba, entre las copas pobladas y a través de la gran cúpula, brillaban las estrellas; nunca le habían parecido más frías y lejanas, más ajenas, que en ese momento, y sin embargo... Se sentó sobre una roca, dejándose envolver por la extraña calma de aquel sitio. Su silencio no era opresivo como el de las calles; el agua corría y con ella se escurrían, abandonándola, el miedo y la desesperanza. A pesar de todo lo que había pasado, se sentía a salvo en ese lugar. Quizás porque ya antes había encontrado consuelo allí.
Aunque Balcan le había sido infiel muchas veces en el pasado, siempre había regresado; aunque había tenido muchas aventuras, nunca la había abandonado; pero al poco tiempo de llegar a Rodnar la había dejado por una joven asistente y al principio Zary ni siquiera había podido experimentar rabia o dolor, se había sentido paralizada, incapaz de reaccionar. Era como si le hubieran quitando algo que no sabía que necesitaba. Era como si se ahogara, como si no pudiera respirar. Día tras día iba al parque y se sentaba allí, aguardando. Esperando la explosión que sabía que sucedería. La explosión en la se liberaría la maraña de emociones que se agolpaban cerrándole la garganta. Contemplaba el cielo a través de la cúpula, el maravilloso verdor del follaje habitado por los pájaros, y dejaba que su mente se vaciara de preguntas. Contemplaba el parque y sólo el parque estaba en su mente. Pero la explosión nunca llegó. Una parte de ella se congeló, se volvió cínica y mordaz, se envolvió en espinas para detener el sangrado. Y recién entonces, apoyándose en esa parte, Zary logró ponerse en movimiento otra vez.
Ya en esa época sabía que uno de los proyectos más ambicioso de la estación era cultivar en suelo local y el parque era una especie de prueba piloto. No producía alimento y su valor como pulmón era discutible, pero ella creía que representaba una forma de decirle a los residentes: “¿Lo ven? Echaremos raíces y prosperaremos aquí”; y en aquel momento ésa era justo la clase de desafío en el que quería involucrarse.
 —Su curriculum es bastante impresionante —había dicho la supervisora, apartando la vista de la pantalla que era a la vez la superficie de su escritorio—. Pero lo lamento, no tenemos ningún puesto disponible para alguien con su grado de especialización.
      —Me basta con ayudar en lo que pueda, con ser parte del proyecto. Y no aceptaré un no por respuesta, Reila —había contestado Zary, leyendo el nombre en la identificación que colgaba del bolsillo de ella.
La mujer había sonreído, quizás impresionada por esa insolencia que tenía algo de desesperación.
Zary había comenzado a trabajar en el parque pocas horas después de esa entrevista. Durante los primeros días realizó labores sencillas: trasplantaba a los canteros plantines del invernadero hidropónico, ponía tutores a los tallos tiernos, hacía injertos y algunas podas. Pero Reila parecía ver con agrado el interés que ella demostraba por el estudio del comportamiento vegetal y poco a poco fue asignándole nuevas tareas, dejando que se involucrara cada vez más en el desarrollo del proyecto. Cuando uno de los encargados de relevamiento enfermó, Zary completó el equipo que monitoreaba el crecimiento de las plantas y las formas en que se adaptaban a su nuevo hábitat.
 —¿Los ves? Desarrollaron raíces adventicias —le había dicho Chen, su compañero, apartando las hojas y los zarcillos de una enredadera que comenzaba a cubrirse de capullos—. Eso es muy raro en convolvuláceas. Pero supongo que no debería sorprendernos encontrar cosas inusuales. Este estudio recién está empezando y aún no se pude decir mucho acerca de lo que es normal o anormal en estas condiciones —abarcó con un gesto el suelo, el agua, el aire, incluso lo que estaba más allá de la cúpula—. Tomemos estos líquenes, por ejemplo —señaló unas manchas verdeazuladas que se veían sobre la corteza del árbol, entre las guías adheridas—. Están por todo el parque, y es bastante extraño porque no recuerdo que se hayan incluido líquenes entre las especies seleccionadas para la prueba. Trajimos pájaros e insectos para colaborar con la polinización, imitamos el viento y la lluvia mediante el sistema de ventilación y otros dispositivos ocultos en la cúpula, pero —agregó con tono rimbombante— “Todo es nuevo en Rognar”.
Ese era el lema de la estación, estaba presente en todas las reparticiones, en todos los mensajes oficiales, hasta lo llevaban impreso en sus uniformes y Zary siempre lo había encontrado un poco inquietante, pero en aquella ocasión no pudo evitar sonreír ante el modo en que él lo había dicho. A Chen parecía encantarle su trabajo, se mostraba exultante, y Zary sintió el impulso de atacar su entusiasmo casi ridículo con algún comentario malicioso, de responderle que, para ella, aquella frase demostraba ignorancia más que ninguna otra cosa; pero no dijo nada. Registraron sus observaciones, tomaron algunas muestras y siguieron adelante. Era una hermosa mañana y Zary se sentía casi de buen humor. Empezaba a creer que podría llegar a disfrutar de su nueva vida. Sólo algunas noches, muy de vez en cuando, en la soledad y el silencio de su pequeño alojamiento, se acordaba del dolor.
Las convolvuláceas siguieron creciendo y poco tiempo después florecieron en un estallido. Sus delicadas flores en forma de campanilla atraían a los insectos y llenaban de color las matas trepadoras en las que las enredaderas se habían convertido. Las flores eran frágiles y se marchitaban rápidamente una vez cortadas, pero duraban bastante en las plantas. Su inocente belleza esparcida alegraba los setos y mientras duró la floración el parque atrajo más visitantes que nunca.
A Zary, sentada sobre la piedra y rodeada de sombras, le parecía increíble que de todo aquello hubieran pasado sólo seis meses.
Se puso de pie sacudiéndose la ropa, como tratando de quitarse de encima tanto el polvo como los recuerdos, y se encaminó hacia su casa.

A la mañana siguiente, Dariel se veía peor. Respiraba ruidosamente, estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos. Se presentaba a trabajar después de que le tomaran muestras de sangre y de esputo en el Laboratorio de Análisis Clínicos.
      —Dijeron que controlara la fiebre y me mantuviera hidratado, que mientras pudiera estar de pie no me admitirían en las salas. Creí que acá podría hacer algo y la pasaría mejor que en casa. —Sonrió estirando los labios resecos— Además no crean que se alzarán ustedes solos con la gloria del descubrimiento.
      —Entonces deja de perder el tiempo y ayúdame con esta clasificación —respondió Simón.
Zary pensó en que Dariel no tenía parientes en la instalación. Nadie a quien cuidar o que cuidara de él. En realidad, ella y Simón eran lo más parecido que tenía a una familia.
      —El trabajo no va a hacerse solo —terció desde su estación.
Casi en el acto sintió un estremecimiento. Reila utilizaba esa frase todo el tiempo. La había usado cuando le propuso que la ayudara en el Laboratorio de Botánica.
Zary recordó que al principio había dudado ante su propuesta pues, si bien era un tipo de labor en la que tenía experiencia, lo que más le gustaba del trabajo que hacía en ese momento eran sus escasas responsabilidades. Pero se dijo que estaba lista, se lo repitió un par de veces como para infundirse valor, y finalmente aceptó. Fue cuestión de comenzar, nada más, porque de inmediato se sintió a sus anchas. Además no se trataba sólo del control rutinario del proyecto del parque. Reila había dado con lo que llamaba “un pequeño desafio” y Zary pronto se halló compartiendo su interés. Estaba relacionado con las manchas señaladas por Chen durante aquella primera mañana de relevamiento. Se había comprobado que en el parque existía una importante y variada población de líquenes con la que nadie había contado pero, según Reila, lo más interesante de la situación era que, en todos esos casos detectados en los que vivían asociados un hongo y un alga, los ficobiontes eran muy similares y tenían características de cianobacterias.
      —Algunas cianobacterias poseen heterocistes que le permiten fijar el nitrógeno del aire y reducirlo a amonio, una forma que todas las células pueden aceptar; pero estas no se parecen a ninguna otra bacteria que yo haya visto y, modestamente, he visto muchas —había dicho Reila al comenzar su explicación.
Luego había detallado cómo el estudio y la comparación de las diversas muestras la habían llevado a preguntarse si toda esa diversidad no tendría un origen común, si no sería una misma bacteria la que estaría diseminándose por todo el parque, mutando para combinarse con otros organismos, y originando así gran variedad de inesperadas asociaciones. Al notar que Zary levantaba una ceja, había enfatizado:
      —Sé cómo suena lo que digo. Pero si estoy en lo cierto… Quizás algo así podría terminar teniendo impacto en todo el ecosistema del parque. No sería algo tan raro de ver, en realidad. Algunas bacterias son simbiontes de plantas acuáticas a las que suministraban nitrógeno. Se cree que los plastos, esos orgánulos presentes en las células de plantas, se originaron como células independientes adquiridas por una forma de simbiosis. Las bacterias que forman parte de la flora intestinal, por ejemplo, son consideradas simbiontes endosomáticos. Gracias a ese tipo de asociación, los organismos eucarióticos disfrutan de la capacidad de realizar procesos metabólicos que evolucionaron originalmente en bacterias, como la respiración, la fotosíntesis o la fijación biológica del nitrógeno.
      —Pero incorporaciones de ese tipo no ocurrieron de un día para otro. Además, si sufren tales transformaciones, ¿cómo podrías estar segura de que se originaron a partir de una misma bacteria? ¿Cómo la identificarías? —inquirió Zary, y Reila le dedicó una gran sonrisa, como si hubiera estado esperando que hiciera esa pregunta.
      —Los orgánulos de origen endosimbiótico aparecen muy transformados, pero conservaban un genoma propio y se multiplicaban autónomamente, revelando su origen como organismos distintos.
A Zary le resultaba contagioso el entusiasmo de Reila y había llegado a interesarse en el tema, pero tanta explicación terminó por marearla y apenas pudo seguirla cuando ella se largó a hablar de la teoría de la endosimbiosis en serie desarrollada por Lynn Margulis, que a una visión darwiniana de animales, plantas y, en general todos los pluricelulares como seres individuales, contraponía la visión de comunidades de células autoorganizadas, otorgando a estas células la máxima potencialidad evolutiva.
Aquella había sido la primera de muchas noches en las que se quedaron trabajando juntas. A veces se les hacía de madrugada antes de que se dieran cuenta. Entonces buscaban algo de comer, cualquier cosa, y se quedaban charlando y tomando café hasta que los demás llegaban.
Zary disfrutaba evocando esos días, frecuentemente pensaba en ellos como “los buenos tiempos”. Sin embargo, al alzar la mirada y ver a Dariel, su rostro demacrado, sus gestos inseguros, no pudo evitar sentir que esos días habían quedado a siglos de distancia.
Regresó al análisis de las muestras que la ocupaban, sabiendo que pronto Simón le pediría los resultados.

Cuando ingresó en el laboratorio dispuesta a comenzar una nueva jornada, no vio a Dariel en su estación de trabajo y tuvo miedo de preguntar.
      —Él está bien —dijo Simón, sin volverse—. Avisó que llegaría un poco más tarde. “Sólo un poco más tarde de lo usual” —lo remedó afinando la voz. Y gruñó—: Ya nadie respeta el horario.
Aliviada, Zary sonrió. Le conmovía el interés que evidenciaba ese comentario, incluso detrás de su aparente frialdad; y también le divertía adivinar en él una franca provocación, la movida inicial de una de esas partidas verbales que ella y Simón solían disputar. Estaba a punto de hacer su propia movida irónica respondiendo: “No todos son tan perfectos como tú”, cuando sintió una vibración en el costado. Era su comunicador. Tardó en comprenderlo porque hacía mucho tiempo que no recibía llamadas, sólo lo llevaba consigo por la alarma que le recordaba cuándo debía inyectarse. Al leer el código que aparecía en la pantalla sintió como si le faltara el aire. Murmuró para sí: Balcan.

El área de extracción minera no estaba lejos, pero las características del terreno hacían que fuera un trayecto largo y difícil. Mientras conducía el vehículo de reconocimiento, Zary pensaba en que lo bueno de esa situación de crisis era que ahora su identificación abría muchas puertas y nadie le pedía explicaciones al solicitar piezas de equipo.
La zona en la que se había construido la instalación era una meseta con un lago, rodeada de montañas y al abrigo de los fuertes vientos de Rognar. El suelo y las rocas de color negrusco mostraban huellas de un pasado volcánico. Balcan se lo había dicho la primera vez que lo habían recorrido: el camino por el que ella iba era una avenida de lava solidificada que bajaba ondulando entre montes y desfiladeros hacia la planicie. Allá, a lo lejos, serpenteaba el río bajo el tibio sol de la mañana. Pero Zary no se dirigía hacia ahí y estaba demasiado ensimismada como para poder disfrutar de la rara belleza del paisaje. En la siguiente curva abandonó el camino y avanzó a campo traviesa. Después de andar durante unos minutos por el terreno accidentado, vio aparecer casi al pie de las colinas la entrada a los túneles.
Al ingresar, no pudo evitar volver a maravillarse ante las proporciones de la construcción. Se dio cuenta de que empezaba a sentirse arrobada como muchas otras veces al visitar sitios supervisados por Balcan y, en lugar de abandonarse a la fascinación creciente, se dijo: Sí, él es un ingeniero brillante. Sí, ha hecho grandes cosas. Pero también es un hombre arrogante, terco y egoísta. Y no debo olvidar eso esta vez.
Balcan la aguardaba tras la compuerta de la zona de acceso. Zary dejó el vehículo y se quitó el traje intentando mantener la calma. Odiaba el hecho de que él se hubiera negado a oír razones, sin embargo quizás haber ido hasta allí fuese lo mejor. Así verá que no necesito esconderme de él, se dijo. Pero le temblaban las manos.                                                           
La compuerta se abrió y Balcan caminó hacia ella.
      —Me alegro de que ya estés aquí —saludó afectuosamente.
      —No me dejaste alternativa —respondió Zary.
Él se limitó a sonreír.
      —¿Vamos? —preguntó luego, señalando un vehículo pequeño de dos asientos estacionado al costado del túnel.
Mientas Balcan conducía adentrándose en la gran estructura, Zary pensaba en que Reila le había dicho que eso ocurriría algún día, que estaría sentada junto a él y que no significaría nada. No había podido creerlo entonces y le costaba hacerlo ahora. Pero parecía que después de todo Reila había tenido razón. Como en muchas otras cosas. Nadie había querido creerle cuando sucedió lo de los pájaros. “Sólo unos cuantos murieron, los demás se recuperaron. No ha de ser nada grave”, habían dicho en el Laboratorio de Investigación Médica. Pobre Reila, pensó, nunca tuvo oportunidad. Recordó que el día en que ella había muerto la había llorado con un llanto que no sabía que tenía. Se había convertido en su amiga, la primera amiga que había hecho en Rognar, y con su muerte Zary volvía a quedarse sola.
“Se está esparciendo por toda la estación”, había oído que cuchicheaba una mujer en el ascensor. “Sí, es una especie de neumonía”, había respondido la otra, “me lo contó mi hermano, que conoce a uno de los médicos. No se contagia de persona a persona, pero es muy resistente a los antibióticos”. Aún no lo llaman peste, había pensado Zary, pero pronto lo harán.
Aquel mismo día, el día del servicio fúnebre de Reila, Zary había recibido la notificación de su traslado. Había sido reasignada al área médica.
Al llegar allí había advertido que no era la única en esa situación. Varias personas esperaban para que el personal administrativo verificara sus credenciales y les indicara dónde dirigirse. La mayoría terminó ingresando por el pasillo de la izquierda, bajo el cartel que decía: “Cuidados Médicos”, pero Zary debió tomar el de la derecha, bajo el cartel que decía: “Laboratorios”. Otros dos iban más adelante por el mismo pasillo, un muchacho delgado que caminaba con las manos en los bolsillos y una mujer joven de cabello oscuro que se comía las uñas.
Las instalaciones del Laboratorio de Investigación Médica no eran muy diferentes a las del Laboratorio de Botánica, las mismas superficies limpias y pulidas, la misma luz fría, además era la segunda vez que Zary iba allí, pero en esta ocasión el olor a antiséptico la golpeó apenas entró, tomándola por sorpresa. Le recordó la convalecencia de Reila y fue como si se le abriera una herida en el pecho. Estaba a punto de retroceder instintivamente cuando la puerta se cerró detrás de ella.
El muchacho le sonrió.
—Mi nombre es Dariel.
—Zary —dijo ella, tomando la mano que le tendía.
—Yo soy Mikali —murmuró la chica, sin mucho entusiasmo.
—Y yo soy Simón —intervino cortante el hombre alto y corpulento, y su expresión, propia de aquellos que lucen con orgullo su inteligencia, impresionó a Zary tanto como la mañana en la que ella y Reila habían ido a verlo para hablarle de los pájaros—. Y si ya terminaron con las presentaciones podemos pasar a lo nuestro. —Les repartió unas carpetas y los observó con severidad, como si tratara de evaluar sus capacidades. Luego de un incómodo silencio, continuó—: Creemos que buena parte de los residentes de la estación fueron expuestos a un patógeno desconocido, aun así algunos enfermaron y otros no. Se dificulta establecer un patrón porque la gravedad de los síntomas y el tiempo de incubación varían mucho de un individuo a otro. Algunos enferman y mueren en cuestión de días, otros experimentan los síntomas durante mucho tiempo antes de decaer. Unos pocos, en la primera etapa de la enfermedad, han respondido al cóctel de antibióticos de amplio espectro, pero el suero sólo mantiene controlada a la infección por algún tiempo. Eventualmente el patógeno muta y el suero deja de ser efectivo...
—¿Por qué nos está diciendo esto? ¿Por qué fuimos reasignados? —interrumpió Mikali con impaciencia.
—Porque uno de los miembros de mi equipo ha muerto y los otros dos están demasiado enfermos para trabajar —respondió Simón, sin molestarse en disimular su disgusto—. Y ustedes son los únicos que quedan en la estación con alguna experiencia en investigación. ¿Alguna otra duda?
—¿Por dónde comenzamos? —preguntó Zary, dejando la carpeta en la superficie de apoyo más próxima.
Simón se volvió hacia ella y después de un instante le sonrió, quizás sorprendido de que no dijera nada más, de que no mencionara su encuentro anterior ni la teoría de Reila, quizás agradecido de contar con alguien que no deseara perder el tiempo.
Esa sensación de urgencia pronto los había unido y fue como si siempre hubieran trabajado juntos. La fortaleza de Simón le había ayudado a enfocarse en la investigación y a apartar su mente de todo lo demás. Así, casi sin que se diera cuenta, las heridas se le habían ido curando.
Al evocar su compañía Zary se sintió reconfortada y terminó por distenderse en el asiento, a pesar de la proximidad de Balcan. El vehículo avanzaba silenciosamente por el túnel inmenso y ella se preguntó cuánto faltaría para llegar a destino.

La mujer se puso de pie al verlos entrar en la oficina. Era joven y hermosa, y el cabello le caía como una cascada sobre el hombro izquierdo.
      —Ella es Clarisse —dijo Balcan.
      —Sé quien es —lo cortó Zary, y estrechó la mano que la mujer le tendía.
Se sentaron en torno a una pequeña mesa y Balcan comenzó a relatar los sucesos de los dos últimos meses, cuándo se habían dado los primeros casos y cómo había empeorado la situación después de instaurada la cuarentena.
      —Muchos de los trabajadores están enfermos —dijo al final—. En estas condiciones, no sé por cuánto tiempo podremos mantener la producción, y tengo un prestigio que proteger.
Oh, sí, pensó Zary, había olvidado tu altruismo. Entonces Clarisse tosió. Fue más como un carraspeo, pero la forma en que se cubrió la boca al hacerlo, lo concentrada que parecía en que aquello no se prolongara… Cuando alzó los ojos Zary lo supo. Saberlo, ponerse de pie y salir al pasillo fueron casi una misma cosa. Balcan caminó tras ella.
      —Zary…
      —Te lo dije cuando llamaste, sabes que no soy médica.
      —Los médicos no quieren tratarla, dicen que no hay sitio en las salas, que mientras pueda estar de pie…
Zary lo sacudió con fuerza.
      —¿Qué quieres de mí, Balcan?
      —Quiero saber si hay esperanza —respondió él. Y Zary nunca había visto tanta desesperación en sus ojos.
Se dejó caer apoyándose en la pared hasta sentarse en el piso y Balcan se sentó a su lado.
      —No sé si hay esperanza.
      —Pero están investigando, ¿verdad?
      —Sí, y ya identificamos al patógeno. Es una bacteria. Tal vez la trajimos nosotros o llegó con las primeras sondas robóticas, y cambió al ser expuesta a las condiciones del planeta. O podría ser local. No lo sabemos. Pero hay una gran distancia entre identificar un patógeno y descubrir una cura o una vacuna contra él.
Se pasó la mano por el cabello, alisándolo hacia atrás. Se sentía realmente cansada. Balcan sonreía.
      —¿Qué? —le preguntó de mal modo.
      —¿Cambiaste de peinado?
      —¿Cómo?
      —Te queda bien. Hace que se destaquen tus ojos.
Se levantó y le tendió la mano para ayudarla a ponerse de pie.
      —Vamos. Tomemos algo.
Zary iba a rechazar su mano, pero experimentaba un leve mareo y se sentía acalorada. Se preguntó si era idea suya o Balcan estaba coqueteando con ella.
Bebieron café, luego almorzaron y después recorrieron la construcción. Balcan se mostraba atento y encantador, pero Zary apenas podía oír lo que le contaba. Lo miraba y pensaba: A veces creo que quisiera volver a ti. Sé que eso es sólo el primer impulso, la repetición de lo aprendido, y sin embargo... Pero aparte había algo más. No podía dejar de sentir que había algo realmente extraño en aquella situación. Hasta que se dio cuenta. Tiene miedo, se dijo Y, como si aquella fuera la pieza faltante a partir de la cual todas las otras hallaran su sitio, el escenario se fue armando en su mente: Balcan estaba aterrado. Balcan haría todo lo que tuviera que hacer para obtener su ayuda. Balcan quería aferrarse a la posibilidad de que, de existir una cura o una vacuna, él estaría entre los primeros que accedieran a eso. Nunca le había importado la salud de sus trabajadores ni la de nadie más. Ni siquiera la de Clarisse. De hecho, si Clarisse moría —que no sería extraño, muchos enfermaban y morían—, Balcan trataría de volver con ella —podía pasar; era uno de esos hombres incapaces de estar solos—, vendría buscando consuelo —lo había hecho antes—, vendría con su mirada más triste, con su voz cascada... Y yo terminaría por aceptarlo, pensó Zary con un escalofrío, forzada a admitir que, aunque había cambiado durante el último tiempo y ya no era esa personita dependiente que no podía respirar debido a su abandono, tampoco se había fortalecido lo suficiente como para rechazarlo.
     —Debo irme —dijo.
      —Pero no puedes irte ahora —contestó él, sorprendido—. Hay alerta de tormenta. ¿Sabes la velocidad que alcanza el viento aquí? Sería peligroso subir la pendiente en esas condiciones.
      —Debo irme —repitió, temiendo que le fallaran las fuerzas.
Balcan apretó los labios en un gesto de desaprobación que ella conocía demasiado bien. Entonces una alarma delicada sonó en su comunicador. Maquinalmente Zary tomó la inyectadora de su bolsillo y se aplicó una dosis en el cuello. Balcan la observaba.
      —Es el suero —dijo ella, como disculpándose.
      —Lo imaginé —respondió él, y era otra vez el hombre frío y despectivo que la había herido en tantas ocasiones.    
Estuvieron en silencio durante todo el trayecto de regreso.
Cuando ellos entraron a la oficina, Clarisse miró la hora. Fue como un acto reflejo del que después pareció avergonzada. Balcan preguntó si había alguna novedad y ella le informó de cierto asunto que requería de su atención. Él se excusó diciendo que regresaría de inmediato y salió por la otra puerta. Clarisse procuró seguir con su trabajo, pero lucía incómoda y Zary creyó leer en sus gestos la callada desesperación, la tristeza, la impotencia y el temor a ser desplazada. Le pareció estar viéndose en un espejo que reflejaba el pasado. O quizás el futuro. Atormentada por esa idea metió las manos en los bolsillos, y sintió el frío de la inyectadora. Cerró su mano sobre ella y estuvo cavilando durante un momento. No puedo correr el riesgo de volver atrás, pensó finalmente.
      —Escucha —dijo sacando la inyectadora del bolsillo— no sé si esto te ayudará o no. No funciona con todos. Pero quizás te de un poco más de tiempo. Aplícate una dosis cada cuatro horas. Hay suficiente suero para un par de días. Volveré en cuanto pueda.
Las pálidas manos de la mujer tomaron lo que le daba.
      —Pero, ¿y tú?
      —Estaré bien. Acabo de inyectarme. Además, pronto volveré al laboratorio.
      —Gracias —murmuró.
      —No lo hago para que me lo agradezcas —respondió Zary, y al instante se arrepintió del tono que había utilizado—. Ven, te enseñaré a usarla —agregó con un poco más de amabilidad.

Balcan tardó casi dos horas en regresar. Para el momento en que Zary salió del túnel, el clima había cambiado. El cielo de la tarde se estaba oscureciendo y el viento arremolinaba el polvo sobre la planicie. Las condiciones empeoraban rápidamente y al comenzar a subir la pendiente sintió el embate de continuas ráfagas que ya azotaban los montes. Golpeaban el costado del vehículo con un sonido y una fuerza mucho mayores a los que ella podría haber imaginado. El polvo volaba dificultándole la visión hasta que se le hizo casi imposible saber hacia dónde conducía. Comprendiendo que aún se encontraba lejos del domo y temiendo terminar en el fondo de un barranco o que el viento la hiciera volcar, se dirigió hacia unas formaciones rocosas, donde le pareció ver la entrada a una cueva de tamaño suficiente como para meter el vehículo.
Una vez que se sintió a salvo, trató de utilizar el transmisor para llamar a la instalación y pedir ayuda, pero le resultó imposible comunicarse. Imaginó que quizás se debiera a la tormenta o tal vez fuera la cueva bloqueando su señal; pensaba que tendría más suerte con su comunicador, hasta que recordó que éste todavía se hallaba en el bolsillo de su delantal, dentro del traje que llevaba puesto. Inquieta, bajó del vehículo. La cueva estaba sumida en una profunda oscuridad. La luz de los faros alumbraba apenas unos pasos por delante del móvil y luego se perdía, devorada por las sombras. Más allá de la entrada aullaba el viento y el mundo era un borrón de color indefinido. Recién entonces, escuchando el sonido de su respiración dentro del traje, Zary se dio cuenta de que el temor venía hacia ella en oleadas poderosas.
Unas dos horas después la tormenta no había disminuido su intensidad. Sentada frente a la entrada, Zary calculó que pronto anochecería y sintió que las pocas esperanzas que aún conservaba se diluían sin remedio. Aunque alguien hubiera notado mi ausencia y deseara salir a buscarme, pensó, no lo hará con este viento y menos, de noche. Volvió a chequear la reserva del traje y comprobó que le quedaban sólo seis horas de oxígeno. Sonrió abatida. Supongo que las cosas no pueden empeorar, se dijo. Entonces sonó la delicada alarma de su comunicador.
Cuando la alarma volvió a sonar, Zary despertó sobresaltada. Le tomó un momento comprender dónde se hallaba, recordar que había regresado al interior del vehículo para refugiarse de la completa oscuridad de la cueva. Se sentía afiebrada y confusa. Se dijo que no debía entrar en pánico, que sólo se le habían pasado dos aplicaciones, que no era algo irremediable, que se sentía bien todavía y que la infección sin duda podría volver a ser controlada. Pensó en los pájaros, en los que habían muerto y en los que se habían recuperado, en esos que ahora lucían más sanos y fuertes que nunca. Pero pronto volvió a caer en un pesado sopor.
Un poco más tarde, la despertó un sonido distinto. Se incorporó trabajosamente, con la sensación de que llevaba un largo rato escuchándolo. Se trataba del traje. Revisó el medidor y le quedaban apenas unos minutos de oxígeno. Sentía la garganta seca y el pecho dolorido, como si hubiera corrido hasta el límite de sus fuerzas. Estaba cansada. Demasiado cansada como para experimentar miedo o desesperación. El cuerpo se le estaba volviendo un amasijo hirviente y doloroso. Estaba empapada en sudor y su respiración se había convertido casi en un silbido. Pensó en el suero que le había dado a Clarisse y se sintió estúpida. Pensó en el tiempo que habían pasado juntas aguardando el regreso de Balcan y en cómo no había querido dejarla sola. Pensó en la mirada displicente que él les había dirigido y en su silencio en el camino de regreso hacia la entrada de la construcción. Pensó en todas las cosas que habían podido ser y no habían sido. Toda su vida, cada paso que había dado, cada oportunidad que había tomado o que se había negado, todo la había conducido hasta ese momento. Sonrió para sí misma, consumida por la fiebre. No ha sido una gran vida, lo sé. Pero por lo menos los últimos meses valieron la pena. Es una lástima que termine de este modo. Sintió que comenzaba a faltarle el aire, que se ahogaba, y no supo si culpar a la infección, al tanque vacío o a su estupidez, pero en medio de la desesperación creciente buscó a tientas el sello, luchó contra la torpeza de sus manos hasta que escuchó un silbido y se quitó el casco.


Abrió los ojos y vio un techo blanco y limpio. Trató de incorporarse pero no pudo hacerlo. Una mano grande se apoyó con delicadeza sobre su frente y le acomodó el cabello.
      —No trates de hablar todavía —dijo la voz de Simón—. Pronto estarás bien.


El tiempo tomó para Zary una consistencia extraña. Le costaba aferrarse a los momentos. La idea de sí misma, incluso, se le hizo algo confusa, como si fuera un rompecabezas que se desbarataba, como si estuviera diluyéndose. A veces le inquietaba la impresión de una presencia intangible, recóndita. Una presencia que avanzaba. Su cuerpo se le fue transformando en una cosa ajena, se convirtió para ella en eso que tenía que sentir, en una prisión desmoronada que la sofocaba, y ya no le quedaban fuerzas para luchar contra ella.
La mejoría le llegó con la lentitud y la parsimonia de la claridad que sigue a una larga y amarga noche. Abrió los ojos y fue como si percibiera el mundo por primera vez. Miró en torno y vio a Simón, que estaba sentado junto a la camilla. Se había quedado dormido, la cabeza sobre los brazos cruzados en la sábana blanca. Zary movió la mano y la apoyó sobre su cabeza en un gesto lleno de ternura. ¿Estuviste aquí todo este tiempo?, se preguntó. El hombre se inquietó ante el contacto y se incorporó repentinamente. Al ver que Zary le sonreía, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Los estudios y los exámenes se sucedieron. Ya los había padecido antes, pero ahora estaba conciente y se sentía lo bastante fuerte como para soportarlos. A decir verdad, se sentía mejor que nunca. En cuanto pudo hablar, lo primero que hizo fue quejarse.
      —Esta gente me trata como una cosa. No quieren decirme nada —acusó una tarde—. ¿Qué está pasando, Simón? Sólo dímelo.
Él se sentó a su lado y pareció que trataba de decidir por dónde comenzar.
      —¿Recuerdas el día en que Balcan te llamó? —preguntó finalmente— ¿Recuerdas que estuviste afuera?
Zary sintió un estremecimiento. Balcan. No había vuelto a pensar en él ni en aquel día. Recordó las manos pálidas de Clarisse tomando la inyectadora. Recordó la cueva, la tormenta y la fiebre. Recordó el ahogo, la desesperación, el aire que entraba por su boca abrasándola, astillándola, el aire que con cada inhalación la quemaba más profundo. Y luego, la oscuridad y el frío.
Simón se pasaba la mano por la frente.
—Como no regresaste ni respondiste las llamadas, nos preocupamos. Salimos a buscarte al día siguiente, rastreando la señal del vehículo que retiraste. Yo no quería perder las esperanzas, pero cuando te encontramos y vi que te hallabas sin el casco... Fue Dariel quien se dio cuenta de que respirabas. Estabas helada y tu piel tenía un color extraño, sí; pero ¡respirabas! ¿Cómo podía ser?
>>Es sabido que la atmósfera de Rognar contiene anhídrido carbónico, nitrógeno molecular y vapor de agua, pero nada de oxígeno. Mil cosas me vinieron a la mente mientras te subíamos al vehículo, incluso las cosas más insensatas, creí que me iba a estallar la cabeza, y sin embargo no podía encontrar una respuesta lógica. Hasta que pensé en las bacterias y en lo que había dicho Reila sobre los pájaros enfermos, ese día en que vino al laboratorio contigo. Ella argumentaba que debíamos dejar de defendernos, que las bacterias sólo estaban buscando una forma de simbiosis. ¿Y si fuera cierto?, me pregunté, ¿y si la infección tuviera alguna relación con lo que ocurría?
>>Dariel y yo discutimos acerca de lo que debíamos hacer a continuación. Sabíamos que tal vez hubieras hallado por accidente lo que llevábamos meses buscando, lo que podía salvarlo a él y a muchos otros. Pero viéndote así, viva, después de haberte dado por perdida, yo sólo podía pensar en que era un milagro y temía arruinarlo, hiciéramos lo que hiciéramos.
>>Me convenció diciendo que debía verte un médico y, como nos preocupaba la forma en la que responderías a la atmósfera de la estación, hicimos un par de pruebas con un tanque de repuesto que habíamos llevado. En cuanto vimos que superados los primeros momentos reaccionabas bien, regresamos a prisa.
>>Te trajimos hasta aquí, hasta el laboratorio, Dariel se quedó cuidándote y yo me fui a hablar con el jefe de uno de los Pabellones Médicos. Lo conozco desde hace años, llegamos a Rognar juntos, en la primera nave; sabía que podía confiar en él. Quería asegurarme de que estuvieras bien e hice los arreglos para que pudieras permanecer en el laboratorio y recibir atención médica, mientras un equipo conjunto realizaba los estudios.
>>Y lo que hallamos fue tan sorprendente, Zary... No lo creería de no haberlo visto por mí mismo.
      —¿Pero qué pasó con la epidemia? ¿Dónde está Dariel?
Simón sonrió con amargura.
      —Lo que encontramos no fue una panacea, Zary. No funciona con todos. La simbiosis se da en ciertas condiciones y requiere compatibilidad, un determinado genotipo. Ser compatible es una especie de don, un don que no todos poseen —dijo, frotándose distraídamente la marca que la inyectadora le había dejado en el cuello. Luego agregó, animándose—: Pero, ¿te das cuenta de la magnitud de este descubrimiento? ¿Te das cuenta de lo que significa? ¡Eres el germen de una nueva raza!
Al notar que Zary se retraía, como quien se halla frente a una caja de la que no dejan de salir cosas, Simón cayó en un repentino silencio.
      —Lo siento —dijo por fin—. No tengo el menor tacto. Soy un inútil para tratar con la gente. Yo también lamento la pérdida de Dariel, pero ya hemos perdido a tantos…
Poniéndose de pie, agregó:
      —Me alegra que te sientas mejor. Eso es lo más importante para mí.
Se volvía hacia la puerta cuando Zary alcanzó su mano, esa mano grande y tibia que se había posado sobre su frente.
      —Quédate un momento —murmuró—. Aún no termina la hora de visita, ¿verdad?

Pronto Zary supo de otros que, en condiciones controladas, se habían sometido a aquella misma transformación. La gente hace lo que sea para aferrarse a la esperanza de la vida, se decía al pensar en ellos.
Dupré, el médico amigo de Simón, le había explicado el fenómeno con gran entusiasmo: Las cianobacterias estaban alojadas en los alvéolos pulmonares y, del mismo modo que otras alternaban la fotosíntesis y la fijación del nitrógeno aprovechando el cambio entre el día y la noche, estos ficobiontes permitían a los humanos respirar oxígeno cuando lo había y, cuando no lo había, nitrógeno. Claro que el cuerpo sufría la hipoxia, el metabolismo debía ajustarse, pero aunque su funcionamiento anaeróbico no era tan eficiente como el aeróbico, permitía la subsistencia en un medio sin oxígeno. “Extraordinario, ¿no crees?”, había dicho Dupré. Y no era que Zary lo pusiera en duda, pero pensaba que su explicación distaba mucho de describir la totalidad de lo que ocurría.
Sabía que el cambio no había terminado. Era un proceso abierto y la adaptación de su cuerpo continuaba. Casi podía sentir el efecto que aquella metamorfosis estaba teniendo en cada una de sus células. Aunque su mente inquisitiva no sabía qué esperar de todo aquello y el temor no había desaparecido, ella se sentía animada por una fuerza nueva, una especie de vértigo embriagador, la sensación de que podía lograr cualquier cosa que se propusiera. Pero decidió guardar silencio acerca de esas impresiones; temía que originaran nuevos exámenes y prolongaran el encierro, que se le hacía cada vez más difícil de soportar.

Con el correr de los días, aunque los estudios no se detuvieron, sí se fueron espaciando —cosa que Zary atribuyó al aumento en el número de sujetos de prueba— y no tardó en ocurrir lo que tanto esperaba: autorizaron su salida.
Simón la acompañó en su primer paseo fuera del laboratorio. Aunque podía caminar sin ayuda, no rechazó el ofrecimiento de apoyarse en él; encontraba reconfortante la cercanía de su cuerpo.
La entristeció comprobar que lo que él le había contado acerca del deterioro de la estación no había sido exagerado sino todo lo contrario. Casi no se veía movimiento. Las calles sucias y las tiendas cerradas, el parque descuidado. Se cruzaron con una pareja que caminó a prisa para alejarse de ellos. Dos hombres que cuchicheaban se tocaron el pecho y bajaron la cabeza al ver que ella los miraba.
Al entrar a su alojamiento, el que no pisaba desde hacía casi un año, Zary sintió olor a encierro. Ella sabía que no era posible —el aire era filtrado y reciclado automáticamente— pero allí estaba el olor. Quizás, más que un olor, fuera una sensación: la de abrir un arcón y contemplar el pasado de otro.
Esa noche ella y Simón durmieron juntos.

Con el descubrimiento de la simbiosis y su instrumentación, la búsqueda de una cura o vacuna parecía haber pasado a segundo plano. Cuando Zary decidió regresar al trabajo pudo corroborar la falta de interés en el tema incluso entre otros investigadores. “Para qué preocuparse”, parecían decir, “si los que no se enfermaron permanecen sanos y los que se enfermaron ya murieron”.
Además había quienes pensaban en aquello casi como en un sacrilegio. Las bacterias habían sido reconocidas como flora nativa y ése era uno de los argumentos de una especie de nuevo culto que había surgido.
Cada vez con mayor frecuencia Zary veía a alguno de sus miembros parado en una de esquina del parque proclamando que la peste había sido un castigo de Rognar, que Rognar los había castigado por ser arrogantes e irreverentes, pero que Rognar era misericordioso, la simbiosis era la prueba de ello, así marcaba a los elegidos, a aquellos a los que les permitiría vagar libremente por su territorio.
Los que se habían vuelto simbiontes, delatados por el color de su piel, eran tratados de un modo especial, casi con temor o veneración. Y nadie parecía ignorar que ella había sido la primera. A veces, mientras almorzaba con Simón en el comedor, notaba que los demás se quedaban mirándola, quizás a la espera de una palabra, una mirada, una demostración de poder o quién sabe qué.
Aun apoyándose en los estudios ya realizados para la instrumentación de la simbiosis, Zary y Simón demoraron mucho tiempo en elaborar una vacuna. Una primera versión permitió liberar a los que, como Simón, llevaban más de un año dependiendo del suero. Sin embargo el día en que obtuvieron la que confiaban sería la definitiva, se encontraron con que no tenían a nadie en quien probarla. En la estación sólo quedaban tres clases de residentes: curados, simbiontes y naturalmente inmunes.
Esa noche Zary salió de la cama procurando no hacer ruido.
      —¿Todo está bien? —preguntó Simón, sin terminar de abrir los ojos.
      —Sí, no te preocupes. No puedo dormir. Voy a salir a caminar un poco.
      —¿Quieres que vaya contigo?
      —No, está bien. Vuelve a dormir. No tardaré.
Terminó de vestirse, lo besó y salió.
Hacía frío en la calle, pero no le molestó. Ya estaba acostumbrada. No era la primera vez que le sucedía aquello. Esa energía nueva que le había traído el cambio no había disminuido, la animaba cada vez con más fuerza y parecía que simplemente a veces no necesitaba dormir. Además le gustaba caminar de noche, sentía que vagar por aquellas calles le daba… perspectiva.
Para esa época, la instalación empobrecida y semivacía había comenzado a recuperarse. Sin prisa pero sin pausa, los que habían cambiado le iban imprimiendo su propio ritmo. Era como un órgano que había estado enfermo durante demasiado tiempo y al que le costaba reponerse; sin embargo, vacilante, comenzaba a pulsar otra vez. Parecía que varias tiendas habían vuelto a abrir, las calles lucían más limpias y ella se lamentó de no poder apreciar mejor aquello, pero sólo podía disfrutar de ese tipo de paseos durante la noche. El nuevo culto había crecido y Zary, a pesar suyo, se había convertido en una especie de icono. A menudo le enviaban obsequios o los hallaba junto a su puerta, extraños se le acercaban en la calle deseando saludarla o hablar con ella y, aunque en su mayoría se mostraban respetuosos, Zary encontraba muy incómodas esas situaciones. Debo tener cuidado, se dijo con sorna, o terminarán sepultándome en vida para tener un sitio cierto donde ir a adorarme. Pero el asunto no le hacía gracia. Se metió las manos en los bolsillos y se encaminó hacia el parque.
Las estrellas a través de la cúpula lucían cada vez más frías y lejanas para ella. Cada vez percibía con mayor claridad que su lugar de pertenencia se encontraba allí, rodeada de ese verdor sombrío, de eso que estaba comenzando, y no en el mundo en que había nacido. Pero entendía que de allá afuera tendrían que venir los que repoblarían la estación, los que le darían el impulso definitivo para adentrarse en el futuro. Y eso no ocurriría si no se levantaba la cuarentena.
      —Te ves preocupada —dijo alguien, sobresaltándola.
La voz venía de entre los árboles, a sólo un par de pasos de la piedra en la que ella estaba sentada.
—Lo siento, no quise asustarte —se disculpó la mujer y, cuando salió de las sombras, Zary reconoció a Clarisse.
      —¿Te molesta si me siento?
Zary negó con la cabeza, aún demasiado sorprendida como para hablar.
      —Es hermoso, ¿verdad?
      —Sí, lo es —murmuró ella, después de apartar la vista de su rostro y dar una mirada en torno.
      —Pero…
      —¿Pero qué?
      —Me dio la impresión de que ibas a decir algo más.
      —No, es que muchas veces venir aquí me ha ayudado a sentirme mejor.
Los recuerdos vinieron hacia ella, pero al evocarlos no sintió el dolor agudo ni el ahogo de otro tiempo, parecía que se estaban convirtiendo en polvo, que ya no significaban nada.
 —A mí me gusta la calma que se respira aquí —dijo finalmente Clarisse—. Es una calma extraña, porque también se percibe algo poderoso en el aire; casi se puede sentir la importancia de lo que comenzó en este sitio.
Zary tuvo el impulso de responder algo levemente filoso, como que lo único que se respiraba en el aire eran las bacterias, pero se contuvo.
      —He visto cómo se te acerca la gente —comentó ella después de un momento.
      —Sí… —comenzó a decir Zary, algo molesta.
      —Tendrías que acostumbrarte —la interrumpió sutilmente Clarisse—. A veces la gente necesita apoyarse en algo para seguir adelante; creerán o dejarán de creer, no importa lo que opinen otros. Debes saber que eres respetada, tus esfuerzos no pasan desapercibidos, tu trabajo es apreciado, algunos te admiran por las cosas que has sido capaz de hacer —mencionó con un leve temblor en la voz—. Pero muchos piensan que eres más de lo que crees que eres.
Zary susurró incómoda:
      —Sólo soy lo que soy.
      —Sí —enfatizó Clarisse— sólo eso.
Zary creyó oír una especie de mandato en aquello, el recordatorio de una responsabilidad. Para cuando se dio cuenta, Clarisse se había cerrado el cuello de abrigo y decía:
—Ya es tarde; debo irme.
—Tal vez volvamos a vernos pronto —se apresuró a indicar Zary— después de todo no hay tanta gente en la estación.
—Quizás eso cambie pronto —respondió ella, poniéndose de pie.
Ya se iba cuando dijo:
—No me preguntaste por él.
—No, no lo hice —contestó Zary. Y Clarisse sonrió.
Luego se alejó.

Unos días después, al escuchar en el comedor que una nave proveniente de su mundo natal había viajado hacia Rognar desafiando la cuarentena, Zary recordó repentinamente esa conversación.
     —Dicen que vienen a servir —comentaba uno de los médicos.
     —¿A servir a quién? —preguntaba otro.
     —A la estación, supongo —respondía el primero, encogiéndose de hombros.
Esa tarde Zary recibió un pequeño paquete con una nota. La nota decía: “No creo que todos resulten aptos para la instrumentación de la simbiosis. Buena suerte con las pruebas de tu vacuna”. En el paquete había una inyectadora.

A Zary nunca dejó de impresionarle la fuerte convicción que parecía animar a los recién llegados, a los primeros y a los que vinieron después, una vez levantada la cuarentena. Se mostraban dispuestos a realizar todo tipo de tareas y con ellos la estación cobró nueva vida. Había muchos puestos vacantes, especialmente en equipos de investigación, y Zary se sintió ¿halagada? de que compitieran por trabajar con ella. En todo aquello percibía cierto elemento místico que no terminaba de agradarle pero, resignada, estaba aprendiendo a manejarlo. “El trabajo no va a hacerse solo”, se repetía, recordando a Reila. Y sentía que había mucho por hacer. Trabajaba durante todo el día, pero eso no parecía ser suficiente; y no era que no apreciara sus logros ni que se sintiera insatisfecha con lo que hacía, su vida era más feliz y más completa de lo que nunca había sido. Sin embargo, había algo más.
Últimamente notaba que lo que había sido sólo una sensación, una sombra en su mente, se iba perfilando cada vez con mayor claridad y fuerza. Era como un instinto nuevo que comenzaba a manifestarse. Un deseo profundo y secreto convirtiéndose en una necesidad. La necesidad de salir al mundo que había más allá de la estación y explorarlo. Con cada día que pasaba el afuera lucía más tentador y el domo, más asfixiante. Odiaba el hecho de que no existiera siquiera una ventana desde la que pudiera contemplar ese paisaje vasto y extraño cuya belleza ahora comprendía. La parte de ella que era intelecto observaba aquel anhelo creciente con una especie de curiosidad científica, y Zary no hacía nada por encaminarlo. Hasta la mañana en la que dos hombres y una mujer se acercaron a la mesa en la que desayunaba con Simón.
     —¿Podemos acompañarlos? —preguntó la mujer.
     —Por supuesto —respondió Simón.
     —Adelante —dijo Zary, al alzar la vista y comprobar que todavía estaban de pie, dudando.
     Se sentaron y comenzaron a comer en silencio. Después de un momento uno de los hombres dijo:
     —Queremos hacer investigaciones de campo.
      Zary levantó la mirada y lo observó; luego miró a sus acompañantes. Los tres eran simbiontes. No conocía sus nombres y nunca había tenido trato con ellos, pero sabía que trabajaban en alguno de los proyectos. Los había visto en el área de laboratorios y eran de los que la saludaban con respeto, se tocaban el pecho y bajaban la vista al cruzarse con ella en los pasillos alguna vez.
      —Ayúdanos —pidió la mujer.
Y detrás del leve temblor de su voz, Zary creyó percibir el mismo anhelo que empezaba a crecer en ella. De pronto comprendió que no era la única.
     —¿Cuántos son ustedes?
     —Muchos —respondió uno de los hombres.
     —¿Nos ayudarás? —preguntó el otro.
     —Lo intentaré.
     —Gracias, Madre —susurró él, como si acabaran de concederle un milagro.
     —No me llames así —dijo Zary, endureciendo el tono. Pero al ver el efecto que sus palabras tenían en él y sus compañeros (creyó que el otro hombre lo golpearía y la mujer rompería en llanto) se apresuró a tomar su mano de modo afectuoso— Llámame por mi nombre, ¿de acuerdo?
El hombre asintió y Zary pudo percibir cómo se descomprimía el clima de tensión en la mesa. Miró a Simón y vio que él levantaba una ceja, sonreía y luego volvía a su desayuno.

Así, sin que Zary lo supiera, se inició el cambio definitivo.
Primero tímidamente y luego con mayor confianza, los simbiontes se aventuraron por el valle y exploraron la planicie por la que serpenteaba el río.
Con el tiempo, ella y otros como ella descubrieron nuevos yacimientos y emprendieron nuevos proyectos. Estudiaron el ambiente, y descubrieron que el río y el océano al que éste conducía estaban plagados de algas microscópicas, las mismas cianobacterias que habían aparecido en la estación.
Algún día esas bacterias nutrirían la atmósfera con oxígeno, se había dicho Zary muchas veces al contemplar el río, algún día toda una flora nacida de ellas cubriría la superficie de Rognar. Y nosotros aceleraremos ese proceso.
Cuando su primera hija, Marie, tenía quince años se estableció el primer asentamiento en la planicie, y cuando su primera nieta —hija de Justín y no de Marie— cumplió los quince el asentamiento tenía el doble de habitantes que la estación.
Con el tiempo, la ciudad del domo se fue empequeñeciendo. Se convirtió en un punto brillante en las montañas, en el sitio en el que se comerciaba con extranjeros, en una referencia histórica; pero nunca dejó de ser el lugar al que regresaban las mujeres cuando les llegaba el momento de dar a luz.
La colonia de la planicie contaba con sus propias instalaciones médicas y no hubiera sido difícil acondicionar alguna sala en la que los recién nacidos pudieran respirar oxígeno antes de ser sometidos al proceso de instrumentación de la simbiosis, pero Zary creía que volver a la ciudad del domo era una especie de ritual, un cierto reconocimiento del origen, una muestra de humildad. Al menos todavía me escuchan, se dijo al ver las luces de los vehículos subiendo la ladera ya caída la noche. Y observándolas desde su ventana, Zary se sintió una más entre los que acompañaban a la madre y se regocijaban con la inminente llegada de un nuevo miembro a la familia.
Después de todos estos años —tenía más de ochenta para entonces— Zary finalmente aceptaba su papel. Sabía que además de serlo en la que había construido con Simón, ella era también la cabeza de otra familia, una que cada día se hacía más grande y fuerte, que se extendía y cambiaba, adaptándose a Rognar, ajustándose a cada resquicio, del mismo modo que Rognar lo había hecho en sus cuerpos. Era como si ahora ella y los demás simbiontes fueran una comunidad de pequeños organismos instalándose en un cuerpo inmenso, asociándose con él en una relación de mutuo beneficio. Esa era una idea que Zary encontraba… agradable.
Suavemente se llevó la mano al pecho y pensó en el momento en que se había salido del camino. Pensó en la cueva, que ahora era una especie de santuario, un lugar de peregrinación. Recordó aquella noche lejana de tormenta, la oscuridad pulsante de la caverna, el calor y la humedad del traje, la sensación de ahogo. Cerró los ojos y percibió esa otra vida dentro suyo, esa que se había fundido con ella, cambiándola para siempre, haciéndola parte de algo mucho mayor, volviéndola más fuerte y resistente, retrasando su envejecimiento. ¿Cómo será el futuro?, se preguntó, ¿Cuál será mi lugar en él? Entonces sintió la mano grande y tibia que se posaba gentilmente sobre la suya.
     —¿Estás bien? —oyó que preguntaba Simón.
     —Mejor que nunca —respondió ella y le sonrió.
     —Ya llegaron Marie y Justín con los chicos.
     —Voy en un momento, ¿sí?
     —Por supuesto —dijo Simón y la besó en la frente.
Zary lo siguió con la mirada mientras abandonaba la habitación. Sabía que las cosas eran más difíciles para él, que debía permanecer en instalaciones acondicionadas o utilizar traje y que no se había visto favorecido por los beneficios de la simbiosis, pero era un hombre fuerte al que nunca había escuchado quejarse. Cuando alguien le preguntaba al respecto, él sólo replicaba: “¿Ya vieron a mi esposa? Iré a cualquier sitio al que ella vaya”. Y, como si se tratara de una de las tantas veces que le había oído declararlo, Zary sonrió. Le dio una última mirada a las luces que subían por la ladera y se puso de pie. No sé cómo será el futuro, se dijo por fin, pero con que sea la mitad de bueno que el presente… Y se encaminó hacia la sala iluminada desde la que le llegaban las risas, las voces y el sonido de la vajilla siendo acomodada sobre la mesa.

© Laura Ponce

* Este cuento forma parte de "Relatos de la Confederación"


* Recibió una Mención Honrosa en el Concurso Coyllur 2006.

* Fue publicado en abril 2007, en la revista Velero25

* Fue publicado en marzo 2009, en la revista PROXIMA nro.1


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