Cuento / 4689 palabras.
“Stat rosa pristina nomine,
nomina
nuda tenemus”
(El Nombre de la Rosa ,
Umberto
Eco)
Esta noche el cielo le
parece particularmente hermoso. Nikolev percibe su belleza de un modo en que no
recuerda haberlo hecho antes y tiene la sensación de que la luz de las
estrellas lo acaricia acunándolo como a un primogénito para el que se sueñan
grandes cosas. Tal vez esté mirando sólo oscuridad y vacío, unos cuantos puntos
luminosos titilando en el frío y la distancia, al otro lado de la vieja cúpula.
Tal vez las toxinas en el aire han comenzado a afectar sus sentidos y a
confundir su mente con falsas impresiones de las cosas. Lo sabe, pero ya no le
importa. Deja caer el casco y se rinde al embrujo creciente del paisaje
nocturno. La herida en el brazo le sangra, siente el líquido tibio y viscoso
humedeciéndole el traje, y piensa que quizás eso contribuya a esta sensación de
mareo, a este leve estupor que va aumentando hasta envolverlo. Respirar se ha
vuelto un asunto cada vez más complicado, como si hubiera olvidado de qué modo
hacerlo, y la verdad es que ya no tiene fuerzas ni voluntad para seguir
luchando contra eso. Pudo haber conservado el respirador, pero no habría hecho
diferencia; exponer una pequeña porción de piel a esta atmósfera contaminada es
suficiente para sufrir un shock anafiláctico. Quién creería que un hombre tan
corpulento puede caer abatido con tal facilidad... Sin embargo, con cada
bocanada que le cuesta tragar aumenta su satisfacción y se intensifica su
sensación de triunfo, porque con ese ahogo viene la confirmación de que todos
esos pequeños demonios que corrían por su sangre y que ahora debían estar
protegiéndolo, han muerto. Sabe que todo esto es una locura, que abandonar la
seguridad de la instalación de esta forma es exponerse a una muerte segura.
Pero cuando uno ha perdido aquello que daba cohesión a su vida, aquello en lo
que se apoyaba para seguir adelante, no queda mucho por hacer. Nikolev quería
darle una última mirada al cielo sin filtros de por medio, quería sentir esto por última vez, porque
piensa que no hay mejor modo de despedirse de la existencia que cuando uno aún se siente dueño de ella,
tan entero como podría estarlo tras haber sido mutilado, tan seguro como quien
sigue andando aunque su camino yace entre sombras. Prefiere morir aquí y ahora,
cuando aún conserva algo de ella, prefiere aferrarse a su nombre y murmurarlo
con su último aliento, antes que vivir una vida entera en el blanco vacío de su
ausencia. Es muy estúpido, lo sabe... Pero, ¿qué más puede hacer? Siente la
lengua tan hinchada que apenas le cabe en la boca y el dolor se hace tan
intenso que cree que su cuerpo estallará en cualquier momento, hace rato que el
reflejo de inspirar se ha vuelto un esfuerzo inútil y la falta de oxígeno
empieza a afectar su cerebro. Nikolev ve algunos puntos brillantes danzando
frente a sus ojos. Sonríe, o por lo menos intenta hacerlo, y una oscuridad
poderosa va a su encuentro.
El día anterior Nikolev
había despertado bañado en sudor. Confundido y sobresaltado, como si hubiera tenido
una pesadilla que no pudiera recordar. Ese día prorrogarían nuevamente el
vencimiento de su contrato y aquella parecía una forma adecuada de conmemorar
el hecho. Había llegado al asteroide como técnico en mantenimiento por un
trabajo de unos pocos días. Un mes a lo
sumo, le habían dicho. Y ya llevaba más de un año. Se sentía como un
prisionero en esa instalación, como un animal enjaulado. Algo andaba mal allí,
estaba seguro de eso, sin embargo no podía darse cuenta de qué era.
Se lavó la cara varias veces, pero el agua fría no
logró remover la sensación de ahogo que pesaba sobre él. Observó en el espejo el rostro anguloso con
la tez opaca y la mirada endurecida, un rostro que apenas reconocía como
propio. ¿Quién podría amar a alguien con un rostro como este?, se preguntó socarronamente. Y entonces
le pareció verla en el reflejo pasando por detrás de él.
Eso le sucedía todo el tiempo.
Sabía que al volverse no encontraría ni siquiera el
eco de sus pasos; y aún así su impulso era volverse, era buscar su brillo entre
las sombras del cuarto, era intentar reconstruir sus gestos y perseguir el perfume de su cabello enmarañado
durante el día entero.
Si sólo pudiera recordar algo más... Cómo o dónde la había
conocido, qué había sido de ella... Pero
por más que se esforzaba sólo venían a su mente pequeñas cosas: el roce de su
mano, la forma en que pronunciaba su nombre, el rubor creciendo en sus
mejillas... Si solo pudiera recordar por qué esas pequeñas cosas despertaban
sensaciones tan intensas…
Mientras se vestía desganado, recordó con sumo fastidio que al final de
su turno debía presentarse en el sector azul para un chequeo médico completo.
Había superado lo de los chequeos diarios desde que llevaba implantado aquel
dispositivo subcutáneo, pero como se trataba de una prórroga en el vencimiento
de su contrato no había escapatoria.
Oh, sí, así comenzaba otro día perfecto en la perfecta planta de
tratamiento de desechos.
Siempre lo atendía la misma mujer en la misma
oficina, vestida con la misma bata blanca y peinada del mismo modo. La mujer
era amable y parecía conocer muy bien su trabajo, pero Nikolev detestaba los chequeos.
Era un hombre fuerte y corpulento que se había enfrentado a muchas cosas, sin
embargo en esa oficina se sentía completamente indefenso. Respiró aliviado
cuando finalizó el examen físico y comenzó el interrogatorio propio del
cuestionario de rutina. Respondió maquinalmente desde atrás del biombo mientras
se vestía; ya casi había terminado cuando ella preguntó si deseaba reportar
algo anormal. Entonces decidió mencionar sus problemas para dormir. Una cosa
llevó a la otra y ya que estaba le contó acerca de ese extraño asunto de los
recuerdos perdidos.
La mujer lo escuchó pacientemente haciendo una que otra pregunta. Cuando
Nikolev hubo terminado, carraspeó con delicadeza y le dijo que ante todo no
debía preocuparse, aseguró que no se trataba de nada grave, que él gozaba de una
salud excelente, que el escaneo de su antebrazo acababa de probarlo. Esos dispositivos
subcutáneos eran lo más moderno y eficaz en nanotecnología médica y, tal como
le había explicado al implantarle el suyo, estaban diseñados para detectar
antígenos en la sangre. A la primera señal de agentes tóxicos o infecciosos
originaban una respuesta justo a medida, podía fabricar átomo a átomo moléculas
complejas de la más amplia variedad de drogas a partir de los ingredientes
básicos que circulaban por el organismo. Así, la infección o contaminación era
tratada de inmediato, incluso antes de que el paciente mostrara síntomas o
experimentara malestar alguno.
El problema podría estar (y la
mujer remarcó el podría porque quería
que quedara completamente claro que no afirmaba que existiese un problema) en
que los niveles de contaminación en el complejo se habían elevado más allá de
lo que cualquiera pudiera haber previsto y los dispositivos debían suministrar
dosis cada vez más altas de contramedidas. El tratamiento no había sido
concebido de ese modo y no era de sorprenderse que aparecieran algunos efectos
secundarios. Sin embargo, era un precio muy bajo a cambio de mantenerse sano.
La mujer sonrió al decirlo, pero viendo su falta de entusiasmo se encogió de
hombros.
Agregó que probablemente esa medicación masiva era lo que le ocasionaba
problemas de memoria. No sería el primero al que le sucedía. Le aconsejó que no
se preocupara: En la mayoría de los casos no se veían afectadas la memoria
reciente ni la capacidad de generar nuevos recuerdos, sino la habilidad de
evocar sucesos o sensaciones antiguas. Quizás los medicamentos estuvieran
inhibiendo la producción de alguna enzima o bloqueando la actividad en alguna
zona del cerebro, era difícil decirlo; pero lo cierto era que cuanto más tiempo
se hubiera recibido el tratamiento, más afectada se encontraría la memoria.
Mencionó que existía un upgrade
para el dispositivo que lo hacía apto también para detectar anomalías en el
estado de ánimo y suministrar la dosis justa de estimulantes, sedantes o
antidepresivos según fuera el caso; pero se apresuró a aclarar que
desgraciadamente no podía prescribírselo por más que pareciera necesitarlo, ya
que sólo estaba disponible para el personal jerárquico o los operarios de mayor
antigüedad.
Nikolev la escuchaba en silencio mirándose las
manos, esas manos grandes y pesadas. Lo que había dicho sonaba como una sarta
de incoherencias pero, por más que pareciese increíble, era la explicación que
mejor cuadraba con aquella extraña situación. Cubría todos los ángulos:
Explicaba el comportamiento de todos en aquella maldita instalación, la forma
en que actuaban tanto los operarios como los encargados de sección, el modo en
que nada parecía importarles un comino. Y explicaba también la forma en que
ella se había ido yendo de su memoria, un paso a la vez.
Volvió a su alojamiento como si acabara de salir de una de esas críovainas.
Sólo le quedaban imágenes sueltas y sensaciones agobiantes: La curva de
su cuello, la forma de sus labios, el brillo en sus pupilas... Sabía que la
había amado, sabía que estaba irremediablemente unido a ella, pero todo lo
demás se le escapaba, todo lo demás se deshacía igual que si estuviera escrito
en el agua. Los recuerdos que aún conservaba de ella eran como hebras de un
tapiz deshilachado. Sin embargo la fuerza con que instintivamente se aferraba a
esos jirones, la intensidad de los sentimientos que éstos evocaban, confirmaban
que no podían ser lo único, debían ser parte de algo mucho mayor, algo que
había ido quedando poco a poco fuera de su alcance. Él, Nikolev, había conocido
la felicidad, la había conocido en una mujer perfecta. Y simplemente no podía
aceptar que semejante cosa le fuera arrebatada por completo. No se convertiría
en otro de esos hombres que comían en silencio, que hacían su trabajo día tras
día con la mirada ausente, sin saber quiénes habían sido o quiénes eran en
realidad, por qué se encontraban allí o qué habían dejado atrás.
Una vez que eso estuvo claro, no tuvo dudas acerca de lo que debía hacer
a continuación. Buscó en la caja de herramientas y sacó una hoja afilada. Se levantó la manga de la camisa y comenzó a
hurgar en la carne de su antebrazo, intentando extirpar el dispositivo
subcutáneo. Quizás llevaría algún tiempo, pues parecía que el muy maldito no
deseaba ser hallado.
Tres meses antes había surgido un problema en el sistema de
refrigeración. La esclusa veintitrés funcionaba mal y Nikolev debió arrastrarse
por más de cien metros de ductos con sus herramientas de precisión: un mazo y
una palanca.
Los sensores tampoco andaban bien y para verificar si el resto del tubo
estaba libre, se vio obligado a salir a la superficie. Claro que eso no
significaba salir al vacío o abandonar por completo el complejo. Aunque la mayor
parte de las instalaciones de la planta eran subterráneas, existía una cúpula
originalmente diseñada como observatorio con atmósfera y temperatura
controladas. Por desgracia, la cúpula se mantenía tibia debido a los ductos de
aire que ventilaban allí y el nivel de contaminación superaba ampliamente el
promedio de la planta, por lo que tomó la precaución de ponerse su traje antes
de subir.
Sabía que debía ser cuidadoso y no entretenerse
demasiado, pues tampoco se podía confiar en el sistema de paneles que debían
cerrarse para proteger la cúpula del sol directo. Estaba listo para salir del
ascensor, hacer lo suyo y volver a entrar sin perder un minuto. Sin embargo
cuando se abrieron las compuertas y por fin vio lo que desde allí se veía, se
quedó sin aliento.
Los grandes silos y las tolvas, los ventiladores de
los respiraderos con sus aspas gigantescas, los paneles solares moviéndose
imperceptiblemente y al unísono para estar siempre de cara al sol, todo parecía
parte de un extraño jardín, un jardín mecánico y descomunal expandiéndose sobre
las rocas. Y aún así, todo se veía increíblemente pequeño bajo ese cielo
estrellado.
Sólo en ese momento tomó conciencia de que llevaba casi un año sin ver
el cielo. Y comprendió cuánto lo había echado de menos.
Se sentó en un banco derruido y contempló aquella noche sin fin.
Bajo un cielo como ése había estado con ella. Le había entregado lo que
nunca había dado de sí mismo. Había bebido de su risa y había alimentado su
fuego. Se había perdido en esos ojos negros, que eran como pozos llenos de
estrellas. Cada vez que pensaba en ellos esas sensaciones volvían y se le
arremolinaban en el pecho. Ni siquiera podía recordar por qué se habían
separado. De seguro se reencontrarían en cuanto terminara con este contrato.
Realmente estaba deseoso de volver a verla.
Aquel paseo le había hecho bien. Estaba de un inusual
buen humor cuando preparó su informe de
la reparación. Incluso pensaba en tomarse unos tragos después de entregarlo.
Pero fue entrar a la oficina del encargado de sección y ser notificado de una
nueva prórroga en el vencimiento de su contrato, de modo que su buen humor se
fue al cuerno.
Pensó que las cosas no podían empeorar.
Naturalmente, estaba equivocado.
La mujer de bata blanca le dijo que el procedimiento
consistía en implantarle un dispositivo subcutáneo en el antebrazo. Explicó que
se trataba de un poderoso aliado para su sistema inmunológico: El dispositivo
era la siguiente generación, la forma de tratamiento nanotecnológico que estaba
por encima de todas las demás. Lo que le habían estado administrando hasta
ahora quedaría en el pasado, las molestias por las inyecciones y los continuos
chequeos, esas dosis que él tanto detestaba de “microscópicos guerreros”
entrando a su cuerpo para protegerlo de toxinas e infecciones, no serían más
que un mal recuerdo.
Mientras ella hablaba con inocultable entusiasmo, la duda
rondaba a Nikolev como un insecto molesto, y preguntó por qué si aquello era
tan bueno no se lo habían implantado desde un principio. La mujer se limitó a
decir que el plan de salud de su sindicato no lo cubría y en la cobertura que
ofrecía la planta el dispositivo estaba disponible sólo para empleados
permanentes.
—Sin embargo —sonrió—,
el vencimiento de tu contrato fue prorrogado tantas veces que finalmente alcanzaste
la antigüedad mínima requerida para el procedimiento. Felicitaciones: Al
parecer estarás con nosotros por mucho, mucho tiempo.
Nikolev sintió que un escalofrío le recorría la espalda
como un mal presentimiento, era casi como si le hubiera dicho que nunca
abandonaría aquel asteroide, como si le hubiera dicho que moriría allí.
Contemplando el estuche sobre la bandeja se sintió como el primer día en que
había estado en esa oficina, desnudo e incapaz de evitar que hicieran con él lo
que quisieran por mucho que deseara evitarlo.
Durante el último semestre había estado
trabajando sin demasiados contratiempos. Debido a sucesivos atrasos en la
entrega de repuestos y el precario estado de los sistemas, había visto
prolongar el vencimiento de su contrato más de lo esperado, pero no se trataba de algo con lo que no
hubiera tenido que lidiar en el pasado. No tenía motivos de queja respecto al
alojamiento o la comida, ya que eran tan buenos como podía esperarse en una
planta de aquel tipo. Tampoco su trabajo se había vuelto demasiado pesado. Sin
embargo, Nikolev se sentía incómodo en la instalación, vagamente inquieto, y
pensaba que sólo se hallaría a gusto cuando pudiera abandonarla.
Posiblemente el problema fuera la gente del lugar.
Todos lucían demasiado adaptados.
Eso era sólo una roca en el medio de la nada y nadie parecía descontento allí,
nadie hablaba de su casa ni de su familia. Era cierto que en un principio le
había parecido agradable; ya estaba harto de todos esos nostálgicos habladores
que a la menor oportunidad sacaban retratos de sus seres amados y hablaban de
ellos durante horas; como forastero era propenso a padecerlos. Pero ahora el
silencio del comedor se le antojaba excesivo, por momentos escalofriante.
Nikolev se rió de sí mismo apretando los dientes; un hombre de su tamaño y su
aspecto, inquieto por tales estupideces... Se miró las manos curtidas, las
puntas cuadradas de los dedos, las uñas cortas e irremediablemente sucias.
Había un leve temblor en esas manos y se las frotó como si pretendiera
aliviarlas del frío. Entonces volvió a su memoria. La forma en que ella le
tomaba las manos entre las suyas, el modo en el que su roce lo vencía. No
importaba cuán molesto pudiese haber estado un momento antes, eso lo borraba
todo. Del mismo modo que su sonrisa. Su sonrisa era embriagadora. Oh, sí, ella
sabía bien cómo controlarlo.
Entonces intentó recordar la última vez que había ido a verla. La
borrosa línea de su rostro recortándose en las sombras, la oscuridad de su
cabello fundiéndose en la oscuridad del cuarto, en la oscuridad de la memoria.
Nikolev se esforzó por encontrar sus ojos en medio de tanta noche, pero no
logró hacerlo. Intentó desesperadamente asir aquel recuerdo, pero se le
escapaba de entre los dedos como un pez escurridizo, un pequeño pez plateado
que desea regresar al mar del olvido. ¿Ella
estaba llorando o se reía? ¿Por qué lo hacía? ¿Qué era lo que le había dicho? Simplemente
no podía recordarlo.
Pero quizás fuera mejor así.
Quizás era mejor olvidar algunas cosas.
Algo
más de un año atrás, mientras la
nave sobrevolaba la planta de tratamiento, Nikolev se preguntó por qué lo
habrían contratado. La planta estaba ubicada en un asteroide y ni siquiera era
un asteroide muy grande; qué problema de mantenimiento podrían tener que el
personal asignado no pudiese solucionar. De todos modos, no debía ser algo realmente
grave, ya que no habían mandado a buscar a un equipo ni a un grupo antidesastres,
sino a un tipo como él, un especialista que trabajaba solo. Se sonrió al
recordar que algunos de sus clientes le decían que él valía por un equipo
entero; reconocía que tenía sus habilidades, pero tampoco era para tanto.
Necesitaba levantarse el ánimo con cualquier cosa a la
que pudiera echar mano.
Llegaba a destino después de un viaje largo e incómodo. Había dormido
durante su mayor parte pero eso no evitó que se sintiera como si hubiera
cruzado la galaxia entera para llegar allí. Naturalmente había soñado con ella.
No importaba cómo comenzaran los sueños, de algún modo al final él
siempre llegaba al mismo lugar, abría la puerta de la habitación y estaba otra
vez en esa noche de verano, contemplando su cuerpo lánguido recostado sobre la
cama; luego llegaba su voz, la forma en que sus labios se curvaban en una
sonrisa... La impresión era tan vívida que no podía dejar de pensar en ella
durante todo el día.
Desgraciadamente los recuerdos no eran todos agradables, y a fuerza de
conjurarlo para cuando llegaba la noche, ese nombre tan querido tenía un
regusto amargo.
Intentando apartar su mente de ella y de los recuerdos poco placenteros,
decidió ponerse a trabajar de inmediato. Se presentó en la estación de bombeo
cargando aún su equipaje y con la primera prueba descubrió el origen del desperfecto.
El problema estaba en los filtros de aire. La cantidad de contaminantes en el
ambiente había aumentado de tal modo que los filtros se volvían obsoletos mucho
antes de ser reemplazados automáticamente.
Según le informaron, no se trataba de una situación aislada; en algunas
áreas del complejo incluso habían sacado de línea los biodetectores porque
sonaban todo el tiempo e interrumpían demasiado el trabajo.
—Tengo un programa que cumplir —dijo
el encargado de sección, y Nikolev asintió; después de todo nadie demasiado
preocupado por su salud tomaría una asignación en una planta de tratamiento.
Ya se había puesto de pie dispuesto a despedirse cuando el hombre tomó
unos informes de su escritorio y mientras los acomodaba mencionó que ése no era
el único sistema que debía ser reparado, que los repuestos tardarían algún
tiempo en llegar y que su estancia quizás se prolongaría más allá de lo
esperado. Volvió a alzar la vista y le deseó un buen día.
Nikolev abandonó la oficina maldiciendo por lo bajo.
Tomó el alojamiento que le habían asignado (un pequeño compartimiento
con una litera y un excusado), acomodó su escaso equipaje y revisó el gran
cofre de herramientas. Sólo cuando estuvo seguro que todo estaba en orden, se
dirigió a desayunar.
Estaba hambriento y eso por lo general lo ponía de mal humor, pero ese
mal humor amenazó con convertirse en furia homicida cuando le negaron la entrada
al comedor. Aparentemente el reglamento de la instalación era muy claro al
respecto: nadie podía ingresar si no había pasado antes su revisión médica en
el pabellón azul.
Y hacia allá se encaminó, conducido y escoltado por un par de
uniformados después de un breve intercambio de golpes de puño.
Una mujer de bata lo revisó. No era raro ver mujeres en aquellas
funciones, pero Nikolev era un hombre anticuado y pudoroso, y se sintió
aliviado cuando terminó el examen físico. En la espalda enorme y el ancho pecho
había gruesas cicatrices, pero la mujer tuvo el buen gusto de no hacer
preguntas al respecto.
Volvió a ponerse la ropa mientras respondía a un cuestionario de rutina.
¿Qué enfermedades ha padecido? ¿Es hipertenso? ¿Toma alguna medicación? Fue
respondiendo maquinalmente y comenzó a sentirse más seguro. Pero cuando salió
de atrás del biombo vio que la mujer había acercado una bandeja con un par de
jeringas.
Ella debió haber notado su aprehensión pues se apresuró a decirle que el
servicio médico de la instalación estaba muy orgulloso del tratamiento
profiláctico que ofrecía, que se hallaría completamente protegido de las
toxinas y que sólo consistía de unas pocas inyecciones. Se trataba de lo usual
en administración de fármacos: polimerosomas y máquinas inmunes. Las
polimerosomas o células artificiales funcionaban como transportadoras y las
máquinas inmunes eran nanos capaces de atacar bacterias y virus; no tenía de
qué preocuparse.
Nikolev no podía sacarle los ojos de encima a las agujas y solo oyó “inyecciones”
y “nanos”. Y por más que buscó afanosamente una excusa que lo librara de
aquello, no pudo encontrar nada que decir. Finalmente se dio por vencido y
comenzó a subirse la manga. Pero ella le indicó que no era allí donde las
aplicaría.
Esa noche debió acostarse boca abajo. Lo que experimentaba no podría
calificarse como dolor, pero se trataba de una molestia persistente. Mientras
el sueño iba venciéndolo, casi podía sentir las nuevas sustancias formándose en
sus venas, combinándose unas con otras; casi podía imaginar pequeños entes
navegando en su interior... “Guerreros microscópicos que convertirían su cuerpo
en una fortaleza”, había dicho la mujer... Y justo entonces, cuando se alejaba
de la vigilia como un bote que se separa irreversiblemente de la costa, tuvo el
presentimiento de que aquello no podía ser gratuito. ¿Cuál sería el precio?
¿Qué tanto debería entregar a cambio?
Pero eso no importaba ya: allí estaba el sueño otra vez.
Pronto volvería a verla, pronto regresaría a la noche en que la había
conocido... Todo parecía tan sencillo entonces... El recuerdo de su perfidia
todavía lo quemaba por dentro. Pero había sido tan feliz con ella.
Si sólo pudiera olvidar el día en que supo que la había perdido...
Pero no quería pensar en eso. Ya se encontraba abriendo la puerta,
entrando a aquella noche de verano otra vez.
Diez años antes Nikolev estaba prestando servicio en un puerto de
Tulba, la pétrea luna de un gigante gaseoso en el sistema Megán, y se
enfrentaba a la finalización del plazo de su contrato sin perspectiva de prórroga
o reasignación alguna. Sabía que no debía preocuparse demasiado, sus
habilidades eran apreciadas y su experiencia reconocida; pronto aparecería
algo. Sin embargo, esa noche se sentía extraño. Cuando era niño su madre decía
que se parecía a los animales que presienten un sismo o una gran tormenta. Se
pasó la mano por la cabeza rapada. Hacía demasiado calor para dormir y el
cuarto polvoriento en el que se alojaba se volvía cada vez más pequeño. Decidió
ir por un trago.
El puerto era un sitio sucio, ruidoso y maloliente, y el
bar no podía serlo menos. Como siempre, estaba atestado. Nikolev llevaba un
buen rato allí y unas cuantas copas encima cuando notó que una de las chicas de
la casa lo miraba. Ella sonrió en el espejo que había detrás de la barra y él
respondió con una inclinación de cabeza. Alguna vez había disfrutado de sus
servicios; era una chica agradable. Pensó que más tarde quizás subiría la
escalera y buscaría la puerta de su cuarto entre las muchas puertas del gran
pasillo de la planta alta.
Algunas horas después efectivamente lo hizo.
Golpeó a la puerta (a la que él creía que era su puerta)
y una voz desconocida lo invitó a entrar. Supo al instante que no se trataba de
la chica que le había sonreído, pero no podía simplemente irse después de haber
golpeado; debía disculparse, e incluso podía pedir indicaciones para hallar la
habitación correcta, de modo que abrió la puerta.
Y allí estaba ella.
Su cuerpo lánguido recostado sobre la cama lo dejó sin
aliento. La piel clara, casi traslúcida. El cabello brillante y oscuro cayendo
como una cascada. Y alzándose lentamente como si nunca fueran a terminar de hacerlo,
sus ojos negros.
—No te quedes
ahí... Acércate —dijo, mientras sus labios se curvaban en una sonrisa.
Nikolev nunca tuvo oportunidad. Fue como una polilla
hipnotizada por la flama. Y lo sabía. Esa mujer iba a romperle el corazón. No
es que no lo supiera (lo supo esa misma noche). Pero nunca había sido bueno
para sortear los sinsentidos del amor ni las bromas del destino.
Después de aquella, volvió a ese cuarto incontables noches. Se hallaba
(lo sabía) profundamente entregado. Había algo en ella que intoxicaba su mente
y dominaba su cuerpo.
Nikolev se hundía en su carne, en la tibieza de su abrazo, en la oscuridad
de sus aromas, en el húmedo contacto de su boca...
Estar con ella era para él como sumergirse en un misterio infinito. Era
igual que dejarse arrastrar por la marea.
La necesitaba de un modo en el que nadie debería necesitar a otro.
Hasta un ciego como él podría haberse dado cuenta que aquello no podía
terminar bien.
Comenzó a frecuentarla fuera del bar, a hacerle obsequios costosos.
Hasta que un buen día descubrió que no era el único.
Ella le dijo que los demás no significaban nada y él le creyó.
Pero a veces era difícil hacerlo cuando la veía reírse en compañía de
otros, cuando manos lascivas buscaban su cuerpo y ella no lo negaba.
Ella dijo que sólo a él lo amaba, y Nikolev, sabiendo que mentía, se
calló.
Pero se cansó de masticar madrugadas aguardándola, se cansó de esperarla
afuera del bar, sólo para ver cómo se iba del brazo de otro.
Intentó no visitarla, y durante un par de días tuvo éxito. Pensó incluso
en irse del puerto.
Pero la necesidad de estar con ella siempre terminaba por imponerse a su
voluntad.
Por eso volvía a su lado y soportaba una a una las humillaciones. Porque
beber de su boca era lo único que parecía tener sentido.
Pero al final hasta eso estaba envenenado.
Debía olvidarla, debía dejarla ir y continuar con su vida.
Pero cómo hacerlo, si no había nada más que ella.
Y una noche lo supo. Fue como una revelación, como una luz cegadora
golpeando su mente. La miró dormida a su lado, el cuerpo lánguido y perfumado,
el cabello largo siguiendo la línea de la espalda, la curva de su cuello
invitando a sus manos, esas manos grandes y pesadas que casi no tuvieron que
hacer fuerza. Apenas si hubo sonido, fue igual que quebrar el tallo de una
planta, y luego nada... Parecía como si el universo entero hubiera enmudecido,
como si el universo entero fuera de pronto más oscuro y más pequeño. Pero ya
estaba hecho.
Ahora que ella estaba muerta podría olvidarla.
Laura
Ponce, diciembre del 2005
* Este cuento forma parte de “Relatos
de la Confederación ”
Fue publicado: en enero 2008 en la Revista Sputnik y
en noviembre 2006 en la revista NGC3660 http://www.ccapitalia.net/ngc/creativa/lauraponce/pequeniascosas/index.htm
Esta versión corregida apareció en la
Revista NM, nro. 26, samain (noviembre) 2012.
Última
corrección: 12-10-12 (4689 palabras)
Registro
SAFE CREATIVE #0805240689462
Todos Los Derechos Reservados
No hay comentarios:
Publicar un comentario