Parado
aquí, sobre la muralla, contemplo el páramo. Un terreno áspero, pedregoso, con
pastos duros, ocasionales matas de espinos y esas plantas enormes que crecen
junto al río. No parecía mucho más cuando lo observamos desde la órbita y sin
embargo nos alegró ver Beta Semaris Cuatro con nuestros propios ojos por
primera vez.
Las
lecturas que obtuvimos entonces acerca de las condiciones ambientales
confirmaron la información enviada por las primeras sondas, información que nos
impulsó a venir hasta aquí desde el otro extremo del sector: la atmósfera era
apropiada y las condiciones del planeta eran ideales para establecernos.
Pero
estas nuevas lecturas mostraron también algo más.
En
la región central del único continente, cerca de la costa de un río, había una
estructura de aspecto no natural. Lucía como un conjunto de edificaciones.
Verificamos una y otra vez: no se registraba movimiento alguno, había evidencia
de vida vegetal pero no había señal alguna de vida animal. El mundo estaba
desierto y la construcción vacía.
Aparentemente,
nuestros antecesores eran seres antropomórficos aunque de proporciones físicas
algo mayores. La estructura central y los edificios más grandes daban la
impresión de haber sido prefabricados —quizás eran los módulos de una nave
destinados a proporcionar las instalaciones de base para la colonia—, en torno
a ellos había construcciones más pequeñas alzadas con materiales locales y todo
estaba rodeado por una especie de muro. Pronto hubo consenso entre los que nos
adelantamos para explorarla: recordaba vagamente a una ciudadela medieval y
comenzamos a llamarla Camelot.
Parecía
haber sido abandonada algún tiempo atrás y no había nada que sugiriera el
destino de sus ocupantes, aunque al irse habían dejado muchas cosas olvidadas.
Quizás tenían una nave de repuesto y se habían marchado en ella. O tal vez
alguien había venido a recogerlos para llevarlos de regreso a casa. ¿Cómo
saberlo? Lo cierto es que afortunadamente no debíamos compartir el mundo con
ellos. Tomamos la ciudadela contentos de su existencia y de que estuviera vacía
y no nos hicimos más preguntas sobre el destino de sus constructores.
Nada
indicaba peligro inmediato y parecía un desperdicio no ocuparla, no aprovechar
sus recursos y las comodidades de sus instalaciones. Se dice que los viajeros
espaciales somos supersticiosos y no es del todo falso, pero más que ninguna
otra cosa somos gente práctica. Habíamos viajado en pos de este mundo durante
años y estábamos deseosos de ponernos a trabajar en él de una buena vez.
Al
colocar la piedra fundacional en el edificio central de la ciudadela —el módulo
de comando de nuestra nave una vez despiezada— pensamos que ése era nuestro
castillo ahora, el primero de muchos castillos, que nos establecíamos en la
primera de muchas ciudadelas. Nosotros, los humanos, haríamos de este suelo
yermo un vergel, nosotros traeríamos vida a este mundo muerto, nosotros...
éramos unos estúpidos.
El
miedo es una cosa terrible, se esparce entre la gente como un virus incapacitante
potencialmente mortal. La gente se paraliza.
¿Saben
ustedes lo que es pararse aquí cada noche con el dedo agarrotado en el gatillo
y observar la oscuridad conteniendo el aliento? ¿Saben lo que es pasar el día
preparando las armas, afilando las bayonetas? ¿Estas armas toscas que hemos
fabricado, flamantes e inútiles, sin uso e incapaces de detener las
desapariciones?
Hace
un tiempo avistamos a alguien corriendo hacia unos pastizales. Se ocultó
rápidamente y los reflectores no lograron darle alcance. A la mañana hicimos un
recuento y descubrimos que faltaba una mujer. Se llamaba Takashi y su esposo
había sido el primero en desaparecer. Atribuimos su abandono de la ciudadela a
un intento estúpido pero comprensible de ir en su búsqueda. Pensamos que
regresaría o que eventualmente descubriríamos sus restos por ahí. Pero no
ocurrió. Encontramos sus cosas, sí, su ropa, sus zapatos, sus adornos, pero no
a ella o sus restos. Era extraño. No había evidencia de vida animal en el planeta;
las condiciones climáticas del páramo podían ser severas pero no descompondrían
un cuerpo en tan poco tiempo, no sin dejar rastro. Buscándola a ella y a los
que la siguieron descubrimos túneles. Parecían grandes madrigueras que se
intercomunicaban. Quizás nuestra gente caía en ellas, se perdía y no podía
regresar; pero parecía una explicación muy poco razonable y en todo caso no
aclaraba por qué encontrábamos ocasionalmente sus cosas o qué los motivaba a
alejarse de la ciudadela sin decírselo a nadie.
No es
necesario mencionar que la paranoia se extendió. Según a quién uno le
preguntara, los responsables de lo que sucedía eran nativos invisibles que se
defendían de nuestra "invasión", fantasmas de los constructores que
volvían para recuperar su ciudadela, o una fracción de la colonia que estaba
deshaciéndose de los demás. Se organizaron patrullas, se fabricaron armas, se establecieron
puestos de vigilancia, pero las desapariciones siguieron en aumento.
Fue
en medio de esa locura que yo me acerqué a Venara. Obviamente la conocía —uno
no viaja cinco años encerrado en una nave con otros ciento quince colonizadores
sin llegar a conocerlos— pero en aquellos días aciagos fue como si la viera por
primera vez. Era realmente hermosa. ¿Conocen esa anarquía de los sentidos, esa
especie de narcosis que nubla la razón, incapacita las extremidades y
descontrola la lengua? Yo caí de lleno en sus brazos.
Venara
no sólo era hermosa sino también brillante. Como exobióloga encontraba
fascinantes las particulares condiciones del planeta, el desarrollo de las
plantas como únicas formas de vida, evolucionando hasta constituir un complejo
ecosistema. En sus labios el mínimo dato sonaba a deslumbrante revelación. Con
la paranoia reinante la investigación de campo, la recolección de muestras,
incluso la exploración, habían quedado relegadas; pero por supuesto Venera no
se sentía incluida en las disposiciones generales. Anda.... Llévame a la frontera, dijo un día. Y yo, como un tonto,
acepté.
Fue
la primera vez de muchas en que nos escabullimos fuera de la muralla.
Le
interesaban en particular esas plantas enormes que crecen en la costa del río.
Sus raíces se proyectan bajo el agua y horadan profundamente el suelo,
entrelazándose con las de otros ejemplares que crecen a gran distancia. En esa
época se hallaban en plena floración y al parecer sus esporas provocaban
cambios en el desarrollo de plantas de otras especies con las que estaban relacionadas
de forma simbiótica. Aparentemente todos sus ciclos reproductivos estaban
encadenados. Podría tratarse de algún tipo de polinización cruzada o incluso de
una transmisión horizontal de genes realmente importante. Como fuera, saltaba a
la vista que esas plantas enormes eran las reinas del lugar.
Venara
decía que eran vegetales extraordinariamente avanzados y complejos, que habían
alcanzado un nivel evolutivo inimaginable para nuestro mundo natal. La ayudé a
armar un dispositivo para sobrevolar el continente y hacer una especie de
censo, tomamos muestras, pasamos días enteros arrastrándonos por los túneles.
Mientras la colonia se desintegraba en medio del temor y las acusaciones,
mientras iban desapareciendo uno a uno, yo sólo tenía ojos para ella.
Con
el avance de la investigación, una sensación de urgencia fue ganándonos poco a
poco. Llegamos a dedicarle cada elemento a nuestro alcance, cada momento de la
jornada, y todo parecía poco. Era como si por fin comprendiéramos lo precario
de nuestra situación. Los estudios y experimentos insumían cada vez más
recursos de la debilitada colonia; no gozábamos del favor de la mayoría, que
veía nuestro trabajo con suspicacia, socarronería o indiferencia, y no me
avergüenza admitir que cuando debí robar o mentir, lo hice. Hubiera hecho
cualquier cosa por ella.
A
veces estaba tan agotado que apenas podía mantenerme despierto, pero una
sonrisa suya o un roce de su mano era suficiente para que volviera al trabajo.
Venara
intuía algo, lo sé, estaba al borde de un gran descubrimiento; pero desapareció
hace unos días.
Aunque
no tengo sus conocimientos, hice todo lo que pude para continuar con la
investigación. Lo hice como un modo de honrar su memoria, pero también porque
creí que ahí podía encontrarse la última esperanza, lo que desentrañaría el
misterio y salvaría lo que queda de nuestra colonia.
De
manera inesperada, y por lo menos en parte, he tenido éxito.
Las
tormentas de polvo se han hecho más frecuentes y dejan un aroma dulce en el
aire. Son las esporas. Pronto habrán afectado a todos.
Me
pregunto si los Altos habrán descubierto lo que pasaba antes de que su ciudadela
se vaciara por completo. Es irónico, ¿no creen? Con tantos viajes, en tanto
tiempo explorando el espacio, la humanidad nunca había encontrado otra forma de
vida evolucionada y nosotros encontramos dos en el mismo mundo. Sin embargo es
fácil entender por qué no pudimos identificar a la más importante de ellas: no
te ataca, no se defiende, no intenta comunicarse, no es animal, ni vegetal ni
mineral o acaso es todas esas cosas. Sólo está viva y éste es su mundo, todo lo
que hay en él le pertenece... O pronto será así.
Va
cayendo la noche y observo el cielo. Un cielo nuevo que se abre como una
ventana a lo desconocido.
Beta
Semaris Cuatro... Los nombres son cosas imprecisas, dudosas convenciones. Para
quienes no tienen un idioma hablado ni gestual ni escrito, para quienes pueden
comunicar directamente ideas o impresiones complejas, los nombres no tienen
sentido. Ahora al pensar en el nombre de este mundo, siento que esa designación
—Beta Semaris Cuatro— es opacada rápidamente por una idea, la idea de Hogar,
pero también la de Ser, y también las de Cambiar y Permanecer.
La
parte de mí que todavía es humano tiene miedo, pero la parte de mí que es otra
cosa siente una mansa ansiedad; puede esperar, tiene todo el tiempo del mundo
para que el cambio se complete. Esto es más vasto que cualquier otra cosa que
haya conocido, más acogedor y más propio que cualquier otro sitio en el que
haya estado.
Cierro
los ojos y casi puedo sentir cómo van apareciendo las estrellas; y con cada una
que sale, la naturaleza de lo que somos se manifiesta con mayor claridad y
fuerza. El viento se alza de modo invitante sobre el vibrante escenario de la
llanura y ahí, entre todas esas voces que trae, está la voz de Venara llamándome.
© Laura Ponce.
* Este cuento forma
parte de “Relatos de la
Confederación ”
* Una versión
especial apareció en septiembre del 2008 en la revista NGC 3660
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SAFE CREATIVE #0805240689448
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