Cuento / 6776
palabras
Recuerdo que atravesé los puestos de control y
descendí confiado hacia el tercer subsuelo, a los pabellones de confinamiento.
Se hablaba mucho del detenido al que vería, se decía que era un caso especial,
pero yo pasaba las semanas “entrevistando” a esos pequeños agitadores acusados
de pertenecer a la resistencia, y nada de lo que constaba en el expediente de
éste me hacía suponer que debiera tratarlo de modo distinto. Se mencionaba la
posibilidad de que fuera un mutante sin registrar, pero me dije que seguramente
podría manejarlo. En el Ministerio, si había algo que sobraba, eran medios.
Pensé en la ciudad que nos rodeaba, con su
arquitectura soviética de los años cincuenta, con sus moles cuadradas y grises,
opacas. La Sede
Ministerial se alzaba justo en medio de ellas: un edificio
piramidal flamante, de paredes lisas y aspecto metálico, negro y sin ventanas,
construido en tiempo record. Parecía algo caído del cielo, completamente
incompatible con el entorno. Estaba allí como testimonio de la ocupación,
sobresaliendo en el paisaje urbano igual que la punta de un iceberg descomunal.
Oh, sí, los Nuevos Amos sabían cómo hacer sentir su
presencia, aunque en realidad estuvieran muy lejos de nosotros.
Dos guardias me escoltaron por el corredor. Abrieron
la puerta de la celda y lo vi allí: sentado en el suelo, recostado contra la
pared, con los ojos cerrados. Entré, cerraron la puerta y se retiraron. Él ni
se inmutó. Le habían aplicado un campo de aislamiento, lo habían envuelto en
esa radiación repelente destinada a limitar movimientos, impedir asir objetos o
tener contacto físico con otras personas. Para algunos detenidos el campo era
tan incapacitante que apenas podían respirar bajo sus efectos, pero él no
parecía sufrir molestia alguna. Lo observé durante algunos segundos y por
fin me senté en el camastro frente a él.
Entonces murmuró:
—Ya era hora de que vinieras.
Sonreí, descolocado. Pero me tomó sólo un instante
volver a enfocarme en el procedimiento. Iba a presentarme cuando me detuvo con
un gesto.
—Descuida —dijo—. Sé quién eres y a qué se debe tu visita.
Abrió los ojos y una claridad profunda y poderosa
llenó la celda. Comprendí que no eran exagerados los informes sobre el efecto
que él podía tener sobre la gente. Intenté ganar la delantera:
—¿No le interesa recuperar su libertad?
—La verdadera libertad es algo de lo que
tus amos no han podido privarme—, sonrió y sus dientes centellaron a la
pálida luz de la lámpara —¿cómo podrían devolvérmela?
Algo en esa sonrisa disparó una alarma en mi mente.
Permanecí callado durante un momento que me pareció muy largo, luchando
sorprendido contra el impulso por salir corriendo de allí. Entonces noté que
sus ojos —¿divertidos? ¿compasivos?— buscaban en los míos. Hubo un sutil cambio
en su expresión. Me disponía a hablar nuevamente cuando él preguntó:
—¿Cómo anda tu madre, Václav? ¿Qué le dijo el médico?
Era bueno. Me pregunté qué sería: ¿un grado tres? ¿un
grado cinco? ¿Cómo habría logrado un mutante tan poderoso escapar a la
detección?
—¿Qué sabe de mi madre? —pregunté intentando mantener
la calma.
—¿Qué sabes tú?
Comenzaban a sudarme las manos. Úsalo, me dije, deja que el
maldito infeliz crea que caes en su juego.
—En realidad... Con la cantidad de trabajo que hubo
esta semana...
Se mostró muy sorprendido:
—¿No hablaste con ella?
—Bueno —me desabroché el cuello
de la camisa—, iba a llamarla hoy, pero surgió algo a último momento...
Sin prestar demasiada atención a mis balbuceos, comenzó
a decir:
—Ya anocheció, pero todavía es temprano. —Ingenuamente
tanteé con la mirada los muros grises y mohosos buscando alguna
ventana… hasta acordarme de que estábamos en el tercer subsuelo;
tampoco había relojes a la vista. Él se limitó a encogerse de hombros
ante mi expresión. —El rocío estuvo cayendo hasta hace un rato —explicó—;
no deben ser más de las siete. ¿Te parece bien ir a verla ahora? —Se rió de mi
cara de desconcierto—: ¡No vas a decirme que estás demasiado ocupado como para
ir a visitarla ahora!
Estuve a punto de decir algo, pero él no me dejó
dudar; atravesó el campo de aislamiento como si fuera agua, puso su mano sobre
la mía y dijo:
—Vamos de una vez.
Sólo recuerdo un zumbido, y que mi mente se
sumergió en un torbellino de colores confusos, extraños, que perdí toda
noción de espacio y de tiempo, que me quedé sin aire y tuve miedo, un miedo
repentino y primordial. Fue como si de pronto no hiciera pie, pero cayera hacia
arriba… Y luego estaba allí, en el porche de la casa de mi madre con él a
mi lado, sonriendo y alisándose el cabello como si se preparara para una cita.
En verdad era un hombre enorme, mucho más alto y corpulento de lo que yo había
imaginado antes de verlo de pie. ¿O sería
que recién entonces comenzaba a mostrarse como era en realidad? Sin darme
tiempo de hablar —y a ciencia cierta no sé que hubiera podido decir— alzó una
de sus manazas y llamó golpeando la aldaba con delicadeza. Oímos pasos
apresurados y abrió la puerta mi madre.
Estaba tan feliz de verme que me abrazó y besó y nos
hizo pasar de inmediato.
—¡Adelante, adelante! —canturreó mientras nos guiaba
hacia la cocina—. Algo me decía que iba a tener visitas. Estoy preparando
pishkis y tengo café recién hecho.
Atravesamos el comedor en penumbras y me pareció que
la casa estaba tal como la recordaba. La adiviné algo envejecida, con la
pintura descuidada, pero tan llena de chucherías como antes; hasta me pareció
ver multiplicadas las figuritas de porcelana, los retratos en la pared, las
carpetitas bordadas. Cada paso que daba adentrándome en ella, cada paso que
daba hacia la cocina tibia e iluminada, lo retrocedía en el tiempo.
La cocina era el aroma de los pishkis, el sartén
crepitante, las cortinas abiertas y el mantel blanco; mi madre de espaldas,
batiendo: una escena de mi infancia. Él seguía sonriendo tan amistosamente que
comencé a detestarlo. Nos sentamos a la mesa y, en medio de una alegre
charlatanería, mi madre se desvivió por atendernos. Él seguía una a una sus
palabras y hacía comentarios que a ella le encantaban. Le preguntó
por sus dolencias y ella las minimizó; entonces la regañó por no
cuidarse lo suficiente y ella rió con coquetería. Por fin exclamó:
—¡Qué ricos están los pishkis!
—¿De verdad? Por el racionamiento se consiguen cada
vez menos cosas, tuve que arreglarme con lo que había en el mercado y me preocupaba
que quedaran medio secos…
—Nada de eso: ¡Estos son los mejores pishkis del mundo!
Esa gota rebalsó el vaso. Casi le grité:
—¿Qué necesidad tiene de mentir?
Las palabras me salieron duras, más de lo
que yo esperaba, más de lo que hubiera querido. Mi madre me miró
extrañada, ahogando un reproche, pero él me habló sin rencor ni falsa amabilidad.
—Yo nunca miento. En
este momento éstos son los mejores pishkis del mundo.
No supe cómo contestar.
—¿Nos disculpa, señora? Su hijo y yo vamos a salir un
momento...
Me tomó por el hombro y casi me arrastró hacia la
puerta de la cocina. Una vez que estuvimos fuera, en la galería, me señaló el
escalón del borde para que me sentara; luego se sentó a mi lado. El pequeño
huerto estaba en sombras, las casas vecinas en silencio. Me sentí como cuando
era niño y mi padre estaba a punto de reprenderme por algo que yo sabía que
había hecho mal. Pero la reprimenda nunca llegó. Él parecía dolido más que
enojado.
—Escúchame —dijo finalmente—, sé que esto debe ser
bastante extraño para ti y que no tienes ninguna razón para confiar en lo que
te digo. Pero está pasando. Y puedes disfrutarlo o dedicarte a discutir
conmigo.
Yo trataba de ordenar mis pensamientos, pero me sentía
demasiado abrumado para pensar o para tomar cualquier decisión. Me pregunté qué
esperaba lograr él haciéndome pasar por todo aquello. La cabeza me daba
vueltas. Todo lo que pude hacer fue alzar los ojos al cielo. Y fue como si lo
viera por primera vez. La noche estrellada me pareció ajena. Inquietante. Pero
increíblemente hermosa. Después de un momento dije:
—Volvamos adentro. Mamá debe estar preocupada.
Confieso que me costó sobrellevar la sensación de
extrañeza que experimentaba. Miraba a mi madre y no podía dejar de preguntarme
si ésa era realmente mi madre o si yo estaba realmente allí hablando con ella.
Sin embargo, llegado un punto, me dije: Qué
más da. Está pasando. Y poco a poco empecé a disfrutar de la charla, y
comprendí —sorprendido, avergonzado— cuánto hacía que la llamaba sólo por
compromiso. No tuve que decírselo, ella parecía darse cuenta de lo que me
sucedía, parecía incluso haberme perdonado. La vi rejuvenecer tanto en un par
de horas que lamenté que mi padre no estuviera con nosotros para verla.
Cuando la réplica de reloj cucú anunció las
once, él dijo que ya era hora de irnos y se despidió de mamá con el cariño
de un hijo; me tomó del hombro y se encaminó hacia la puerta
principal. Antes de salir se volvió para recomendarle que no tomara frío y
decirle que yo volvería a visitarla pronto.
Una vez en el porche, me quejé del compromiso.
—¿Por qué le dijo eso?
—Porque vas a venir.
—¿Cómo lo sabe?
Me sonrió de un modo extraño, casi feroz, y no quise
seguir indagando.
Todavía me zumbaban los oídos debido al salto y,
frotándome las sienes, me pregunté cuántas pastillas necesitaría para alejar el
dolor de cabeza que estaba sintiendo. Me subía desde la base del cráneo como
una especie de resonancia, igual que si me hubieran dado un recio cachiporrazo
en la nuca. Entonces lo escuché decir:
—Hace mucho que no ves a tu esposa, ¿no? ¿Cuánto
tiempo llevan viviendo separados?
Su pregunta fue como una patada en el hígado.
—¿A qué viene eso?
—¿Y a tu hija? ¿Cuándo fue la última vez que...?
—Ella ya está grande —respondí, cortante.
Buscó en mis ojos y sonrió maliciosamente.
—¿De qué tienes miedo? ¿De que te pregunte cómo te ganas
la vida?
Otra patada en el hígado.
—Yo siempre cumplí con ella y con su madre. Nunca dejé
que les faltara nada —me defendí.
Él rió.
—Y nunca les faltó nada.
De eso les diste grandes cantidades: de nada. Ausencia fue lo que más les diste.
Me observó durante un instante, como evaluando si yo
valía el esfuerzo. Esa mirada, a medio camino entre la compasión y el desprecio,
terminó de violentarme.¿Quién era él para meterse en esos asuntos? Ya estaba
listo para enfrentármele cuando apoyó su mano en mi brazo y, suavizando el
tono, agregó:
—Seguro todavía puedes recordar cómo eran las cosas en
un principio. No ha pasado tanto tiempo.
Sentí que se me ablandaba el cuerpo de un modo
antinatural. Imágenes como destellos me fueron poblando la mente. En la chatura
de mi memoria, algunos detalles comenzaron a cobrar relieve, como si fueran las
únicas partes importantes de un tapiz enorme que reconocía con la yema de los
dedos. Cada uno de esos detalles era semejante al fragmento de una imagen
holográfica: una parte y el todo. Ella volvía a mí en el tenue brillo que
tomaba su piel al hacer el amor; en el perfumado azul de las flores que
tanto le gustaban; en el sabor de su café, que nunca pude igualar.
Toda nuestra vida juntos estaba en la palidez jubilosa de su rostro el día
de nuestra boda, en la primera canción de cuna y en el primer llanto
de nuestra hija...
—¿No te gustaría estar con ellas otra vez? —preguntó.
No supe qué responder. Todo eso había sido durante la Reforma , antes de la
ocupación. Había sucedido en otra vida. Le había sucedido a otro hombre. Estaba
claro que yo había cambiado. No me agradaba pensar qué tanto. No me agradaba
recordar las cosas que había hecho para sobrevivir, las cosas que todavía hacía para conservar mi
posición, para mantener contentos a los Nuevos Amos. Pero comprendí que mi
familia era una especie de vínculo con esa época anterior, esa época inocente y
feliz en la que todavía no sabíamos lo que el mundo podía hacernos.
Me escuché decir, con voz casi ajena:
—Vayamos a verlas.
Y él me sonrió.
Volví a perderme en ese torbellino del primer salto,
volví a sumergirme en la maraña de colores y sensaciones contradictorias,
pero ya no tuve miedo. Esta vez me dejé envolver por esa calidez que me
invadía y me arrastraba. Y de pronto me hallé parado a su lado, en el pasillo
exterior del vigésimo piso de la torre habitacional. El viento silbaba con
crudeza a nuestras espaldas. Recién entonces caí en la cuenta de que era casi
medianoche y estábamos llamando a la puerta del departamento de mi ex-esposa.
—¡Esto es una locura! —dije—. ¿Qué estamos haciendo?
Él me miró amenazante y me impuso silencio
con un gesto; ya se oían los pasos acercándose a la puerta. Alguien observó por
la mirilla y, después de un instante, volvió a observar. La puerta se
entreabrió, todavía sujeta con la cadenita de seguridad, y vi aparecer su cara.
Qué linda estaba.
—¿Václav? ¿Qué haces aquí?
¡Su voz! Casi había olvidado esa cualidad cristalina
que el teléfono le robaba y que tanto había amado yo alguna vez... Intentando
disimular mi turbación, balbuceé:
—Bueno... En realidad, pasaba... y se me ocurrió venir
para saber cómo estaban ustedes.
Me miró desconcertada. Comprendí que no había estado
con ella cuando más me necesitaba, que no nos habíamos visto las caras en mucho
tiempo y que ahora yo aparecía diciendo que pasé por ahí y, al ver luz,
subí. Pero no hubo reproches. Quitó la cadena y abrió la puerta.
Me dio la sensación que el departamento era más
pequeño de lo que yo recordaba. Me sentí sofocado entre aquellas paredes.
Comprendí con amargura que el hogar que yo había abandonado ahora resentía mi
presencia.
Sentado en la modesta sala, no podía dejar de mirar un
portarretrato antiguo que había sobre un estante, donde se alternaban tres
imágenes de una misma serie —mi esposa y mi hija haciendo morisquetas y payasadas
en algún sitio fuera de la ciudad—; no podía dejar de preguntarme quién habría
tomado las fotografías.
Ella regresó de la cocina con los vasos, excusándose
porque lo único que tenía para ofrecernos era un viejo licor. Él respondió que
eso estaría perfecto y, mientras la ayudaba a servir, comenzó a hacer todo lo posible
por parecer el hombre más agradable del mundo. Insistía buscando
conversación e intentando disolver las asperezas de nuestra mutua incomodidad,
y pensé que había algo patético en aquella situación; sus esfuerzos me
recordaron los del amigo aquel que nos había presentado tantos años atrás y
sonreí; ella pareció estar pensando en lo mismo y sonrió también. Mencionó
a los amigos que habíamos tenido en aquella época, pequeñas anécdotas. Había
tanta gente de la que no habíamos vuelto a saber, tanta gente que había muerto
o desaparecido; temí que hiciera preguntas y la conversación tomara ribetes
espinosos, temí que mencionara a su hermano, a quien yo no había salvado, pero
no lo hizo.
De a poco, la charla se hizo más y más cálida. Ella se
quedaba en silencio de tanto en tanto y luego reía, como si sus propios
recuerdos fueran muy graciosos. Yo la miraba y sentía cómo se iba emborrachando
mi corazón. Por fin, pregunté por mi hija.
—Ah, ella está bien —respondió—. Se quedó en casa de
una amiga. Pronto comienza su noviciado y está un poco nerviosa. —Quiso mostrarse
confiada, pero algo tembló en su voz.
¿Su noviciado? ¿Entraría a un campo de entrenamiento?
Sentí un súbito malestar. Conocía a los uniformados que salían de esos campos,
sus cabezas rapadas, sus miradas vacías, sabía de su obediencia ciega y de su
gusto por la brutalidad. ¿Mi hija, la niña que sonreía y hacía morisquetas en
esas fotos, entraría a uno de esos campos? Allí le arrebatarían todo lo que
era, todo lo que hubiera podido ser. Pero qué otras opciones había en nuestra
patria ocupada: estudiar era peligroso, siempre estaría bajo sospecha, y una
mujer joven, una que no había recibido una gran educación, que no era rica y a
la que sus padres no podían enviar al extranjero, no tenía mucho de dónde
elegir. Ella crecía rápidamente y cuanto más tiempo pasara, menos posibilidades
tendría de ingresar. Yo sabía que en los campos sólo aceptaban “mentes
frescas”. Ella entraba en la adolescencia, estaba en la edad justa; después de
los dieciocho sólo la tomarían para tareas de limpieza. Si ingresaba ahora,
hasta podría hacer carrera en las nuevas Fuerzas de Seguridad.
Me repetí que quizás fuera lo mejor... pero eso no
aplacó la sensación de angustia que me había invadido.
Sin embargo, me dije que no debía intervenir, que
quién era yo para opinar o para cuestionar las decisiones que se tomaran en
aquella casa, no era más que un extraño, un intruso, allí...
Abatido, me pasé la mano por el rostro, y cuando alcé
la vista descubrí que mi esposa me estaba mirando; había un profundo dolor en
sus ojos. Recién entonces comprendí el significado del temblor que antes había
detectado en su voz. Fue como si la escuchara decir: “Si mi hija tuviera un
padre que cuidara de ella no tendría necesidad de entrar a un campo”.
El peso de esas palabras no pronunciadas me derribó.
No fue como antes, cuando la suma de sus reproches
taladraba mi cerebro. Este mudo reclamo me atravesó limpiamente, como una hoja
afilada. La contemplé sentada allí, algo inclinada hacia adelante, con las
manos juntas sobre el regazo, tan cerca y a la vez tan lejos de mí, y la
amargura me tiñó por dentro. Tuve ganas de matarla. Porque no lloraba, porque
podía vivir sin mí, porque tenía el descaro de señalarme mi ausencia. Tuve
ganas de levantarme y salir dando un portazo. Tuve ganas de no haber vuelto
jamás. Tuve ganas de nunca haberla conocido. Pero antes de darme cuenta
imploraba a sus pies:
—¡Perdóname!¿Qué tengo que hacer? ¡Dime qué tengo que
hacer para que me perdones!
Mi reacción la tomó tan por sorpresa que casi la hice
saltar de su asiento. Me sentí ridículo. Descorazonado, oculté el rostro entre
las manos, ahogándome con mi propio llanto. Pero entonces sucedió algo extraordinario:
ella se inclinó hacia mí, despacio, y me acarició la cabeza. “Tranquilo, no te
pongas así”, dijo su voz cristalina, “todo va a salir bien”. Y yo le creí.
Me hizo alzar la cara, secó mis lágrimas y me sonrió
trémula. Luego me besó. Sentí que el cuerpo se me incendiaba. No sé que hubiera
hecho si hubiésemos estado solos. Busqué y busqué en mi mente, y no pude
hallar ningún motivo valedero para nuestra separación, no encontré más que
pobres excusas, y siempre detrás de eso la sensación de ausencia, de ver los
hechos sucediéndose como en una vida ajena.
Se me hizo muy claro que de algún modo, durante la
confusión de la guerra, yo me había… perdido. Había tenido esperanza, había
pensado que el cambio era posible, había pensado que después de la Reforma nuestra nación
finalmente tendría una oportunidad, que tanto sacrificio, tanta lucha y tanta
muerte no serían en vano. Realmente había creído. Y la ocupación había matado
una parte de mí. Lo que vino después —mi contratación como intérprete y luego
como negociador, mi ingreso al Ministerio y las progresivas concesiones que
había hecho, sintiéndome obligado a demostrar en cada acto mi eficiencia, mi
lealtad, mi compromiso con el Nuevo Orden—, todo había sucedido como
consecuencia de aquella primera resignación.
Me había alejado cada vez más de los que me rodeaban,
me había encerrado cada vez más en mí mismo. Al final no pude hacer otra cosa
que mudarme a la Sede Ministerial ;
no toleraba las miradas de temor, suspicacia o desprecio de aquellos con los
que me cruzaba en las torres habitacionales, estaba cansado de que pintaran
“TRAIDOR” en nuestra puerta y temía las represalias de algunos elementos de la
resistencia, pero lo que se me hacía más difícil de soportar era el silencio
que se había instalado en nuestra mesa. Y ahí, hincado frente a mi esposa, como
si luchara contra ese silencio que me había entumecido durante tanto tiempo,
dejé salir las palabras a borbotones y se lo conté todo.
Hablé y ella escuchó durante la madrugada entera,
hasta que él dijo que debíamos marcharnos.
Asentí mansamente y me puse de pie. Lo mismo me
hubiera entregado en ese momento a cualquier tarea que se me hubiese encomendado.
Mientras mi esposa nos saludaba desde la puerta, él
prometía que yo llamaría pronto para salir con ellas, y yo me limitaba a sonreír.
Qué más podía hacer. Sabía que haría ese llamado.
Recuerdo que caminaba detrás de él, un poco aturdido
todavía, cuando vi algo que apareció y desapareció entre las fachadas de los
edificios de enfrente. Todavía estábamos en el pasillo exterior del vigésimo
piso y retrocedí un paso y luego otro, observando, buscando el origen del
destello. Y allí estaba: una pequeña ranura vertical entre las moles de las
torres por la que se podía ver el sol saliendo sobre la bahía. La luz dorada me
sobrecogió. Era un día seco y fresco, el aire estaba limpio y parecía que desde
ahí se podía ver muy lejos. A un mundo de distancia.
Pero el viaje terminó.
Y un momento después estábamos en la celda una
vez más.
Erguí la cabeza como buscando a qué aferrarme.
Él seguía sentado frente a mí y sonreía. Detrás se alzaban las paredes de la
celda. Inseguro, temiendo lo que habría de venir, busqué mi reloj y
confirmó lo que era de esperarse: habían pasado sólo unos minutos desde
que yo había entrado. Olvidé mi trabajo, el procedimiento, lo que se supusiera
que debía hacer allí. Sentí que se me revolvía el estómago, que una rabia absoluta,
envenenada, se desataba en mí, sentí que llegaba a odiarlo de un modo en el que
nunca había odiado a alguien.
Me lo habían advertido: “Quizás haga su numerito
contigo”, pero nunca imaginé que me afectaría tan profundamente. No era la
primera vez que tenía que tratar con mutantes, pero ninguno de los anteriores
había resultado ser tan poderoso y siempre mis propias capacidades habían sido
suficientes para bloquear su influencia.
Debería haberlo sospechado.
Debería haber sabido que él, con su repentino
surgimiento, con sus misteriosas apariciones en público (que seguían reportando
incluso después de su arresto), con el extraño efecto que sus discursos tenían
en la gente, no era un activista más. ¿Qué lo había hecho salir de la
clandestinidad y dejarse capturar? Me dije que no debía olvidar que los Nuevos
Amos tenían un poderoso enemigo, dueño también de una tecnología fabulosa e
incomprensible. ¿Serían los responsables de sus capacidades sublimadas? ¿Lo
habrían enviado Ellos? Pero, ¿con qué fin? ¿De qué modo podría beneficiar a la
resistencia local este encarcelamiento?
Sin embargo me dije que no podía esperar a saber tales
cosas, porque resultaba innegable que él era más peligroso que todos los otros
agitadores juntos; me dije que los pobres estúpidos que se reunían a
escucharlo, esos que llevaban meses clamando por su libertad, no eran más que
víctimas de sus manejos; me dije que debíamos destruirlo, de inmediato.
Sé que mientras él me observaba sin decir palabra le
grité insultos que me quemaban la boca, como me quemaba el miedo, el
resentimiento y el desprecio hacia mí mismo por haberle permitido manipularme a
su antojo. Mis gritos atrajeron a los guardias que rápidamente
abrieron la puerta. Impulsado por la revulsión, salí disparado hacia el
exterior del pabellón y recorrí los pasillos más aprisa que nunca.
Llegué a la Jefatura con el sudor corriéndome por debajo de
la camisa. Me cedieron el paso y un momento después estuve frente al Jefe de
los Pabellones de Detención. Me costó hablar, tenía la garganta seca, pero
finalmente dije lo que había ido a decir.
—No va a firmar. —La voz se me entrecortó y me
dejé caer en la silla—. El muy desgraciado no va a firmar. No lo hará ahora ni
dentro de diez años.
—Tenemos todo el tiempo del mundo... —comenzó a decir
el Jefe.
Negué con la cabeza.
—No lo recomiendo, señor. Resulta evidente que ha sido
modificado y es probable que la mayoría de los procedimientos de los que
disponemos no tengan el efecto deseado en él. Sería una pérdida de tiempo y de
recursos. Y cuánto más tardemos en ponerle un punto final a la situación, más
crecerá su imagen entre la gente.
El Jefe se miró las manos; luego miró al Oficial
Político, que fumaba sentado en silencio algunos metros más allá. Lo que yo acababa
de decir no parecía sorprenderlos en lo más mínimo. El Jefe movió el brazo sin
prisa, alcanzó el teléfono y marcó. Intercambió algunas frases lacónicas y
colgó el auricular.
—El Borrado —dijo— se realizará mañana a primera hora.
Yo sabía que sería así, que si no existía
oportunidad de que él declarara públicamente que estaba arrepentido de sus
acciones y dispuesto a reformarse, que sus actos no eran más que ilusionismo,
que eran engaños planeados para promover al caos y al desorden, debía ser
sometido a ese procedimiento. Y sin embargo me inquietó escuchar la
sentencia. Siempre creí que había algo realmente siniestro en el Borrado,
siempre creí que era una forma de muerte peor que la muerte, porque se basaba
en quemar algunas zonas del neocortex, de eliminar con precisión quirúrgica
ciertas secciones de la memoria. Cuando terminaba el procedimiento, el
condenado todavía podía hablar y comer solo, sabía escribir y atarse los
cordones, incluso recordaba su nombre y algunas cosas de su pasado, pero había
perdido todo aquello que en algún momento lo había hecho ser quien fue.
Salí del despacho.
Me repetí que así era como debía ser, que aquello era
lo mejor, que no había opción.
Abrí la puerta de mi oficina sin voluntad. Sólo
encendí la lámpara del escritorio. Busqué en el librero,
saqué la botella semivacía y me eché sobre el diván. Miré alrededor y
comprendí que llevaba demasiado tiempo allí, metido entre montañas de
expedientes, haciendo el trabajo que nadie más quería hacer.
Mudarme al Ministerio quizá no había sido tan buena
idea.
Claro que podría salir cuando quisiese... pero ¿dónde
más iba a ir?
La idea del afuera se había vuelto extraña para mí,
como si lo que había más allá de las paredes de la Sede Ministerial hubiera
comenzado a desvanecerse apenas acepté el empleo.
Las paredes grises rodeándome por completo,
continuamente, fuera cual fuese el lugar en que me encontrara... Ésa era mi
realidad.
Intenté alejar esa imagen dándole un buen
trago a la botella. Y como no se resignaba al olvido tomé otro y otro más.
El dolor de cabeza se había vuelto insoportable. Busqué en mi bolsillo y saqué
el frasco con pastillas. Me habían dicho: “Nunca más de dos. Nunca con
alcohol”. Tomé cuatro y las empujé con un par de tragos más.
Fui cayendo en un sopor pesado y doloroso. Pero a
medida que mi conciencia se achicaba y me iba acurrucando en un rincón de mi
mente, sentí que algo se extendía sobre todo aquel territorio que yo
abandonaba. Fue como si, al irme retirando al fondo de una enorme casa, alguien
me siguiera a la distancia encendiendo las luces que yo apagaba. Quise volver
sobre mis pasos, enfrentarlo, pero me faltaron las fuerzas. Sentí recelo,
impotencia; luego, una paulatina resignación; y al final, inexplicablemente,
esperanza.
Tuve sueños confusos, llenos de sensaciones contradictorios
e imágenes extrañas.
Soñé con una semilla que germinaba y con una
enredadera incesante que llegaba a tocar todas las cosas del mundo.
Me incorporé trabajosamente hasta alcanzar el
teléfono.
—Hable —dije.
La voz pronunció mi nombre, dudando; tardé un
momento en comprender que era la voz de mi esposa. Se disculpó tan dulcemente
por llamar a esa hora que se me encogió el corazón. Luché por aclarar
mi mente mientras la escuchaba hablar, traté con todas mis fuerzas de entender
lo que me decía, pero me distraía buscando esa cualidad cristalina que tanto
extrañaba en su voz...
De pronto me hallé contemplando el auricular que
descansaba colgado sobre el teléfono. ¿Ella me había invitado a almorzar?
¿Realmente había llamado o yo lo había soñado? No lograba estar seguro. Era
como si mi cerebro hubiera sufrido un cortocircuito.
Un chillido de acople me sobresaltó.
—Hombre muerto caminando —dijo una voz en el sistema
de altoparlantes.
El modo usual de proclamar que alguien estaba siendo
trasladado para un procedimiento final actuó en mí como un disparador. Me puse
de pie y tomé el arma del cajón. Miré mis manos: ya no temblaban. Salí de la
oficina caminando rápidamente. Me sentía envuelto por un leve estupor. Sin
embargo, algo se desenrollaba y se expandía hasta llevar claridad a cada rincón
de mi mente. Era como si yo fuese al mismo tiempo espectador y protagonista de
una película cuyo argumento iba descubriendo sobre la marcha.
No esperé el ascensor, tomé las escaleras y bajé
aprisa.
Cuando llegué al tercer nivel procuré
tranquilizar mi respiración, abrí la puerta y caminé por el pasillo.
Detrás del segundo recodo estaba una de las puertas de sección. Saludé a
la cámara y pasé la identificación por el sensor. Me pregunté si en realidad
alguien me estaría viendo. Probablemente
todos estén pendientes del procedimiento. Y la perspectiva de no llegar a
tiempo me heló la sangre.
Corrí escalones abajo. Me sentía disociado de mi
cuerpo. ¿Qué me proponía? ¿Qué haría al llegar a la sala de ejecución? No lo
sabía. Pero tampoco dudaba.
El último trayecto hacia el Recinto se me hizo
interminable. Los tramos de escaleras, los pasillos y los recodos se sucedían y
alternaban como en un laberinto que cambiaba de forma. Cuando me vi frente al
puesto de acceso apenas podía creerlo.
Agité la mano como saludo y los guardias me
respondieron como tantas otras veces. Uno de ellos me cedió el paso abriendo la
primera reja y, cuando esta ya se había cerrado a mi espalda, preguntó:
—¿Viene al Borrado?
Asentí, tratando de mantener la sonrisa; me perturbó
notar en sus ojos un siniestro vacío del que nunca antes me había percatado.
—Le llegó el día, ¿verdad? Lástima que el
procedimiento sea privado... —comentó su compañero.
Advertí que existía una especie de acuerdo tácito
para no pronunciar su nombre, y percibí en el aire ese particular temor a
lo desconocido que angustia a las mentes pequeñas.
Era de esperarse que las Nuevas Autoridades desearan
pocos espectadores. Él se había vuelto demasiado conocido, demasiado
peligroso, como para ejecutarlo públicamente. Ni siquiera podían asesinarlo en
silencio, para luego tirar su cuerpo al mar o enterrarlo en una fosa común en
algún lugar del desierto. No. Serían más sutiles, más perversos. Se
limitarían a remover de su mente todo lo que lo definía como individuo, lo
convertirían en alguien que no se recordara a sí mismo, y luego lo liberarían
para que deambulara por las calles, silencioso y apático, a la vista de todos.
—Sí, claro, el procedimiento es privado —concedí—.
Pero yo no puedo faltar.
Me observaron durante un instante. Luego, el que había
hablado primero respondió:
—Por supuesto. —Y sonrió con desprecio. El mismo
desprecio que yo había encontrado tantas veces en aquellos que me contemplaban.
Accionaron el mecanismo que abría la segunda reja
y avancé.
Al trasponer las grandes puertas advertí que el
auditorio estaba casi vacío. Se me ocurrió que la escasez de público se debía a
que el espectáculo había sido representado demasiadas veces. Entonces el
enorme vidrio espejado se fue haciendo transparente y lo vi del otro lado. El
técnico preparaba su equipo junto a una mesita metálica y él estaba amarrado a
lo que llamaban el Sillón del Adiós. Sus ojos se encontraron con los míos,
simplemente me sonrió y supe con claridad lo que debía hacer.
Saqué el arma de la cintura y tiré contra
los guardias que protegían la entrada a la cámara central.
Tiré avanzando a grandes zancadas entre los gritos y
la estúpida sorpresa de los presentes.
Alguien se puso de pie, armado, vociferando; le
disparé sin siquiera volverme a mirarlo, y seguí adelante.
Una parte de mí vociferaba tanto como ese espectador
lo había hecho, gritaba más alto que el ulular de la alarma que ya reverberaba
en los muros: me parecía increíble lo que acababa de hacer, me parecían increíbles
la frialdad y precisión con las que estaba actuando.
Empecé a creer que era posible, que si lo sacaba de
allí quizás pudiéramos escapar. Conocía el protocolo de seguridad del
Ministerio, sabía que los guardias del acceso no se moverían de sus puestos,
que nadie entraría al Recinto hasta que llegara el Grupo de Contención; eso me
daría algunos minutos de ventaja. Después de liberarlo, podría utilizar a los
espectadores (algunos, importantes funcionarios del Régimen) como escudo para
garantizar nuestra salida.
Empecé a creer que era posible, que si lo sacaba del
Ministerio quizás pudiera llevarlo con gente de la resistencia; ellos sabrían
qué hacer para esconderlo o sacarlo del país; probablemente mi fama me precedería,
ellos dudarían de mis razones y tratarían de matarme, o tratarían de matarme
aunque no dudaran de mis razones, pero debía intentarlo.
Sí, empecé a creer que era posible.
Me había llevado sólo unos segundos cruzar la
sala.
Quité el seguro de la puerta, entré a la cámara y el
arma del técnico me estaba esperando. Durante un instante estuvimos
apuntándonos mutuamente con el brazo extendido. Recuerdo que pensé: A esta distancia, ninguno de los dos puede
fallar. Debió haber pensado lo mismo, porque hizo algo que yo no esperaba: giró
y le disparó a él. Tengo que admitirlo, no puedo menos que admirar a un hombre
tan comprometido con su trabajo. Los dos tiros que le puse en la cabeza no
fueron suficientes para borrarle la sonrisa. Cuando jalé del gatillo, esos
estampidos resonaron en un mundo que de pronto se había vaciado de sonidos. Me
acerqué al sillón sin saber qué hacer. Él se miraba el pecho ensangrentado;
alzó la vista y me sonrió.
—¿Por qué tardaste tanto? —preguntó.
—Lo siento —respondí estúpidamente, mientras liberaba
una de sus manos. Me faltaba el aire.
—Deja eso... Ya no tiene sentido.
Tomó mi mano. Había algo en sus ojos, algo diferente.
Sentí otra vez el ramalazo de ese pavor instintivo que había mordido mi mente
en la celda, la primera vez que lo había visto sonreír.
¿Esa
había sido realmente la primera vez?
Quería entender qué me ocurría, pero era como si mi
cerebro hubiera vuelto a sufrir un cortocircuito.
¿Yo
lo había visto antes? ¿Yo lo conocía? ¿Desde cuándo?
Con temor creciente, pensé en las visitas que habíamos
hecho a mi madre y a mi esposa, y en la forma en que nos habían recibido.
¿Por
qué yo no había tenido que presentarlo?
Tenía que ver con algo que estaba muy, muy en el fondo
de mi mente. Algo que no lograba recordar.
¿Por qué
no podía recordar?
Al esforzarme, vino la primera punzada. Fue como si un
alfiler atravesara mi ojo derecho. Junto con el dolor, vino un escalofrío.
Cautelosamente, intenté recordar otra vez y apenas pude contener un grito. Supe
que no se trataba de un Borrado, ni siquiera de una Supresión. Lo que yo estaba
sintiendo eran los efectos de un Cerrojo, un procedimiento por el que uno
dejaba de tener acceso a ciertos elementos de su pasado. Entendí que no se
trataba de que los Nuevos Amos hubieran vaciado mi memoria; no habían tenido
que hacerlo; yo había renunciado a ella. Un condicionamiento como el Cerrojo
sólo funciona si es implantado por propia voluntad. Se me revolvió el estómago.
Sabía que yo había elegido cambiar, había elegido “ajustarme”, pero ¿hasta ese
punto?
¿A
qué cosas había renunciado?
No importaba.
“Una memoria incompleta determina una identidad
incompleta, una identidad que puede ser modelada”, el Jefe me lo repetía
siempre al hablar del Supresor.
Y para el caso esto era igual.
¿A
qué parte de mí mismo había
renunciado?
Sólo había un modo de saberlo.
Los recuerdos estaban allí, no los había perdido en
realidad; esa era la particularidad de un Cerrojo. Si soportaba el dolor,
podría alcanzarlos. Comprendí que no sería fácil. Nunca he sido un hombre muy
fuerte, y siempre le he temido al dolor. Además, se me hacía cada vez más
difícil luchar contra ese terror, contra el furioso deseo de huir que iba
creciendo a medida que consideraba la posibilidad de llegar a mis recuerdos.
—Yo te ayudaré —dijo él. Y apretó más mi mano. Un hilo
de sangre le brotaba de la comisura.
Quise retroceder pero no me soltó.
Ahogado de pavor, quise preguntar por qué estaba
sucediendo aquello, por qué a mí, por qué en aquel momento, pero antes que yo
pudiera articular las palabras él respondió:
—Porque algunos no hemos perdido la fe en ti.
Y de pronto reconocí el brillo de su mirada. Fueron
como chispazos en mi mente. Sensaciones que se abrían paso, emociones
prefigurando recuerdos. Antes incluso de ver imágenes, antes de saber cuándo o
cómo había sucedido, supe que él había sido mi amigo. Más que eso. Supe que
habíamos crecido y luchado juntos. Y supe que ahora había venido a liberarme.
Como si se rompiera un dique y un río desbocado,
hambriento de valles, reclamara los secos cauces de mi mente, los recuerdos me
inundaron con un dolor incandescente. Caí de rodillas. Pero Havel no me soltó.
Y a medida que la vida se le iba yendo, a medida que su cuerpo se vaciaba de
energía, yo me llenaba por dentro.
Me completaba.
Me potenciaba.
Todavía temblando, retiré las manos con las que me
había cubierto el rostro y alcé la cabeza. El Grupo de Contención entraba al
Recinto después de volar las grandes puertas; pronto estarían en la cámara
central.
Mi ventaja de algunos minutos había terminado.
Y entonces, de pronto, me hallé sin miedo, y comprendí
que ya no había lugar para el temor en mi alma ahora fortalecida. Me puse de
pie y levanté las manos. En ese momento volaba la segunda puerta
y ellos me rodeaban. Por un instante, antes de que se echaran sobre
mí, me di cuenta que estiraba los labios en una sonrisa, una sonrisa que seguramente
los asustaba más que cualquier otra cosa.
Estoy metido en un campo de aislamiento, pero para mí
no significa nada. Podría atravesarlo como si fuera agua.
Los escucho hablar fuera de la celda.
—¿Cómo pudo pasar? ¿Cómo permitieron que ocurriera
esto?
—Es la primera vez que un procedimiento es revertido,
señor.
Sé que me propondrán un trato, que querrán
confundirme, intimidarme, forzarme a negar la verdad de lo que soy, sé que
amenazarán con ejecutarme, con cosas peores que la muerte. Por supuesto, esas
amenazas no me preocupan en lo más mínimo.
Nunca me sentí tan fuerte como ahora.
No podrían hacerme daño ni aun destruyendo este
cuerpo.
Entonces recuerdo a aquellos a los que les disparé.
Los que murieron ahora también eran culpables, como antes fui culpable yo.
Nadie puede ser inocente si permanece impasible frente a la
injusticia, frente a la atrocidad, frente a la ignorancia.
Durante demasiado tiempo quise olvidar quién era yo y
lo que podía ser, durante demasiado tiempo quise olvidar que era distinto, que
podía hacer cosas que nadie más podía, durante demasiado tiempo quise olvidar
que podía cambiar el mundo, o que por lo menos podía luchar para que las cosas
fueran diferentes. Pero eso ha terminado.
Me quitaron el reloj, sin embargo ya no lo necesito.
Inspiro profundo, y es casi como si lo hiciera por primera vez. Un auténtico
bienestar me colma por dentro. Cierro los ojos de la carne y abro los de la
mente. El sol, alto en el cielo claro, me confirma que es hora de almorzar. Sé
que alguien me está esperando, que otro sitio me reclama. Me digo que no
debo perder el tiempo: tengo una hija que entrenar, un movimiento que
organizar, toda una vida por vivir. Mientras fijo en mi determinación la imagen
de ese sitio al que acudiré, me siento como un deportista ansioso, que se
prepara probando sus músculos, estirándose despacio, dejando que el deseo
señale el camino. Me remuevo dentro del campo de aislamiento, como tomando
envión, y salto.
© Laura Ponce
* Este cuento fue publicado en Revista PROXIMA nro.10, junio 2010
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