AVATAR

Cuento / 5571 palabras

  
En aquella época, yo tenía quince años y vivía con un chico bastante mayor. Estaba “huida” del orfanato y ya sabía que la juventud y el atractivo físico no duraban (lo había aprendido de mi vieja, muerta de sobredosis a los veinticinco), por lo que procuraba adquirir habilidades que pudieran serme útiles en el futuro. Así fue que conocí a Tokio; por supuesto, ése no era su verdadero nombre pero era el nombre que él había elegido para sí mismo y, en lo que a mí concernía, era el único importante.
Tokio era bueno con los circuitos. Se trataba de una especie de don. Le bastaba darles un vistazo para saber cuál era el problema. Con el tiempo había refinado ese don hasta convertirlo en una lucrativa fuente de ingresos: siempre había alguien que necesitaba que repararan su equipo o que quería ampliar sus capacidades, alguien que buscaba “lo nuevo”. Y Tokio solía satisfacerlos a todos.
Nos entendimos desde el principio. Me fui a vivir con él a la semana de conocerlo y comenzamos a trabajar juntos. Los grandes clientes, los que pagaban bien, no sabían ni que existíamos. Nuestro mercado eran los cybers clandestinos —esas pequeñas sucursales de la libre empresa—, un par de cirujanos sin escrúpulos y una multitud de adictos que nunca tenían un centavo, pero que hacían lo que fuera necesario para mantenerse al día. Los implantes eran caros, la mayoría ni siquiera podía conseguirse legalmente. Pero los adictos eran capaces de vivir en pocilgas inmundas, comer muy de vez en cuando, salir a robar, matar o prostituirse, si eso les aseguraba las modificaciones que deseaban o su dosis diaria. Todas las mañanas al despertarnos, Tokio y yo le dábamos las gracias al dios padre de los juegos en red.
Ese día empezó como muchos otros. Mientras me desperezaba aparatosamente sobre el colchón, sonó uno de los celulares. Un cliente habitual necesitaba vernos. Tomamos las herramientas y subimos a la moto, una bonita Yamaha 250 que era el orgullo de Tokio. La casa del cliente no estaba lejos.
Esa mañana había llovido y las calles del barrio parecían más sucias y miserables que de costumbre. Pasábamos persianas desvencijadas de locales que habían cerrado, paredones cubiertos por capas y capas de graffitis, casas venidas a menos y pequeños comercios abiertos en los que habían sido garajes o ventanas que daban a la calle. Los gritos de unos chicos que jugaban descalzos a la pelota se mezclaban con los ladridos de los perros que corrían detrás de nosotros y el llanto de un bebé al que su madre, una chica como de mi edad que esperaba en la cola de la verdulería, ni siquiera miraba. Me abracé a Tokio con fuerza, refugiándome en el ruido de la moto y deseando alejarme de allí tan rápido como fuera posible.
El chalet de Ferreira estaba pintado de blanco, tenía techo de tejas francesas y en el jardín, al otro lado de la reja negra, crecían unos rosales sin fuerza. Se notaba que había visto mejores días y el agregado de un pasillo de acceso con una puerta ciega junto al portón del garaje no lo embellecía, pero apenas resaltaba de las casas vecinas. Saludamos a la cámara que había bajo el alero, donde el barniz se estaba despelechando, y esperamos frente a la puerta hasta que la cerradura siseó. La sala en penumbras estaba llena. Lo que alguna vez había sido un garaje se hallaba dividido en pequeños cubículos, unos treinta en total, en los que apenas entraba una silla y el estante con el set de conexión, y ninguno estaba vacío. En esos sitios siempre había olor rancio, a cigarrillo, orina, sudor y encierro, pero lo que más me desagradaba era aquel silencio pesado que se había instalado en ellos. Extrañaba la época de bullicio, música estridente, explosiones y gritos, pero las conexiones neurales habían terminado con todo eso. Los pibes les decían pinches y su uso se había extendido por el conurbano como el SIDA. Había sucedido contra toda suposición y en realidad no era tan difícil entender por qué. Cualquiera que hubiera caminado por las calles del barrio un par de años antes podría haberlos visto: juntándose en algunas esquinas, pasándose el paco o la cerveza, haciéndose hijos o agarrándose a piñas para pasar el rato. Parecían animales enjaulados esperando que ocurriera algo, cualquier cosa. Ahora se reunían en lugares como ese garaje, cuartos silenciosos y atestados, y pasaban las horas enchufados, babeándose.
Nosotros habíamos instalado los equipos y el administrador Lenovo y nos ocupábamos de su mantenimiento, pero Ferreira no nos había llamado porque hubiera algo que arreglar, sino porque deseaba ampliar su negocio. El anexo que había hecho construir estaba terminado y quería habilitarlo lo antes posible. Tokio le dio una mirada a la nueva sala, una habitación contigua de unos tres metros por cuatro recién revocada, hizo un par de preguntas y pasó un presupuesto. Ferreira meditó durante un momento rascándose la barba teñida de rojo. Tenía unos treinta años y hacía todo lo posible para verse más joven. Siempre usaba ropa cara; nunca lo había visto con algo que no fuera Dolche & Gabana, Hugo Boss o Nodoko. Finalmente respondió que sí. Entonces Tokio me miró y dijo que iríamos de compras. Yo aplaudí. Me encantaba ir de compras.

Hacíamos las compras en Capital, en una cueva de Once. Más cerca del puerto los edificios eran hermosos, eran elegantes torres espejadas cubiertas de banners con publicidades de todo tipo; pero en Once los edificios formaban muros interminables de fachadas sucias con ropa colgada y el cielo, allá arriba y entre las conexiones clandestinas, se veía como una estrecha franja de color pálido y enfermizo. Las calles eran ruidosas y las veredas mugrientas estaban ocupadas por un sinnúmero de puestos donde vendían chucherías, comida barata y relojes truchos. La ropa de imitación se amontonaba bajo carteles que decían “Nike”,  “Levis”, “Lacoste”. Siempre había gente yendo de un lado a otro y el tráfico era constante y caótico.
El local de Cristian estaba al fondo de una galería con olor a aceite refrito. Como la mayoría de los locales que había allí, no tenía cartel alguno y la vidriera estaba cubierta con papel de diario amarillento. Saludamos a la cámara disimulada en la esquina y la puerta se abrió. Adentro se amontonaban pilas de papel de diario, cartón y trapos viejos y, frente a un mostrador enrejado, otro cliente era atendido. No lo conocíamos, pero la mayoría de los que venían a ese lugar estaban en el negocio. Era uno de los pocos sitios en los que se podía comprar repuestos, conexiones, implantes, circuitos, empalmes, equipos completos, todo a un precio razonable. Era mejor que e-bay2. Pero debíamos ser cuidadosos porque había cosas que eran de segunda y hasta de tercera. Revisábamos nuestra lista de compras cuando el hombre al que atendían mencionó un problema con la consola de un amigo, una Xbox 360 G4. Dijo que sabía que era una antigüedad y que había muy poca gente que supiera repararlas, pero de todos modos preguntaba si podían recomendarle a alguien que lo hiciera. Yo miré a Cristian, Cristian miró a Tokio y Tokio alzó una ceja.

Esa misma tarde estábamos en el piso veintitrés de un edificio de Avenida del Libertador, en la gran sala de estar de un semipiso donde las paredes color crema estaban decoradas con máscaras africanas y había piezas de arte por todas partes. La alfombra era tan hermosa que me daba vergüenza pisarla. Entonces entró él, diciendo que por favor lo disculpáramos, que había tenido que ocuparse de otro asunto, pero que ya estaba con nosotros. Era rubio, de profundos ojos grises y barba de días, y Mario, el hombre con el que habíamos venido, lo presentó como “el Vasco”. Había personas con las que me sentía cómoda al momento de conocerlas y otras con la que me bastaba una mirada para saber que nunca me llevaría bien, pero con el Vasco mi primera impresión fue: “Con este tipo no se jode”. Por ejemplo, yo acostumbraba coquetear con todo el mundo —nada importante, sólo un poco de energía femenina para aceitar los engranajes— y supe al instante que esos juegos no eran para jugarlos con él. Me pareció una característica inquietante, aunque digna de respeto.
Tokio fue directo al punto: le advirtió que si se trataba de esto o de aquello le costaría tanto, pero si había que cambiar piezas el precio podía duplicarse. El Vasco le dijo que no había problema; acompañó a Mario hasta la puerta, donde se demoraron un momento, y luego nos condujo hacia otra habitación.
Era una sala con varios sillones claros en torno a tres mesitas bajas. En las paredes había pósters de películas y en la mesita del centro, un holoproyector Samsung 2.5. El Vasco abrió un mueble blanco que estaba junto a la puerta y sacó la consola. Algunas de las cosas que contenía ese mueble —como el Multicanalizador o la MeizuBox— eran tan nuevas en el mercado que la mayoría de la gente no sabía ni que existían.
Sentí que me paralizaba la envidia.
Entonces entró Carla, de top negro y pantalón ajustado, con el tatuaje de una gran serpiente verde recorriéndole el brazo izquierdo y una sonrisa capaz de iluminar un cuarto a oscuras. Carla era la chica del Vasco. Se quejó del calor, nos ofreció algo de tomar y pronto charlábamos sentadas en los sillones como si nos conociéramos de toda la vida. Mientras, Tokio hacía su rutina. Se tomó su tiempo para desarmar el equipo, examinó la plaqueta y los coolers, utilizó su scanner, frunció el ceño, dio un par de vueltas y finalmente pasó el presupuesto. El Vasco asintió sin pestañear, entonces Tokio se enfocó en el problema y lo solucionó. Pudo haberlo hecho en la mitad del tiempo. Y me bastó ver la forma en la que sonreía el Vasco mientras le pagaba para saber que él también se había dado cuenta. Lamenté que todo aquello fuera a terminar porque la estaba pasando muy bien, pero ya iba a despedirme cuando Carla mencionó que aquella noche irían a El Pozo; dijo que era una especie de fiesta privada itinerante que nunca se celebraba dos veces en el mismo lugar, y nos preguntó si queríamos acompañarlos.

La música electrónica llenaba el inmenso sótano con un ritmo frenético. Gente con abrasiones decorativas, con la cabeza rapada y elaborados tatuajes alrededor de sus implantes, o combinando atuendos fetichistas con raros peinados nuevos bailaba entre el humo y las luces como si se tratara de su última noche sobre la tierra. Otros charlaban sentados tomando ajenjo, agua o cerveza, aspirando o empastillándose. El Vasco resultó ser barrapuntero igual que Tokio y mientras ellos discutían sobre software libre yo miraba a Carla, que bailaba sobre una mesa junto a un tipo con una hilera de ceros y unos tatuada en el pecho.
Había algo muy poderoso en la forma de hablar del Vasco, algo que la música estridente no alcanzaba a opacar. Traté de ignorar la conversación que se desarrollaba a mi lado, pero resultaba muy difícil sustraerse a la oscura intensidad de esa voz.
Un tema llevó al otro y el Vasco contó que era programador y que vendía versiones mejoradas de algunos juegos. También ofrecía un servicio completo de delivery. La gente lo contactaba en una sala privada de chat o por sms y él les hacía llegar el pedido a domicilio. Dijo que en realidad ambos negocios se relacionaban; que, por ejemplo, lo que más le pedían en aquel momento era mezca3, un derivado potenciado de la mezcalina que usaban mucho los que jugaban enchufados. Y entonces mencionó un juego nuevo de estrategia y aventuras. Dijo que no se parecía a ningún otro RV, que tenía lo último y que se vendía tan bien como las pastillas. Tokio me miró y supe que pensaba en lo mismo que yo: Ferreira y otros como él podrían pagar muy bien por ese tipo de cosas.
Los acompañamos del regreso al semipiso y cuando nos despedimos de ellos teníamos una copia del juego y una dosis de muestra. Ya era de mañana para entonces, pero todavía demasiado temprano para ir al negocio de Cristian y decidimos volver a casa.

Tokio y yo despreciábamos a los adictos, usaran lo que usasen, pero teníamos una política de trabajo muy estricta: siempre probábamos los productos antes de ofrecérselos al cliente. Éramos un equipo, él era el mecánico y yo la navegante, de modo que me dispuse a hacer mi parte del trabajo. Me até el pelo sobre la cabeza exponiendo mi conexión cortical y dejé que Tokio me inyectara.
Llevábamos algún tiempo armando un equipo para mí, pero todavía no estaba terminado. Usamos el suyo —un clon  ManyCore de alto rendimiento que todavía corría como el mejor— en paralelo con el set SonyRV. Colocamos la tarjeta en la lectora, luego de la descompresión apareció el menú inicial e hicimos las elecciones pertinentes (un jugador, nivel principiante, primera persona, guerrera). Incliné la cabeza hacia delante, Tokio me acarició la nuca y, con delicadeza infinita, conectó el pinche.
En la proyección que se curvó en torno a mi cara vi constituirse a mi avatar; después el equipo emitió una advertencia de tres segundos. Me recosté sobre el respaldo, cerrando los ojos. Ya sentía los efectos de la mezcalina creciendo como un sordo latido, entibiándome los labios, las puntas de los dedos, entre las piernas. Los sonidos se agigantaban múltiples y profundos, la luz pasaba a través de mis párpados en manchas que se movían, que ondulaban hasta ser formas y colores. Y ahí estaba: el primer escenario en todo su esplendor.
El sentido de profundidad, los sonidos y los olores me llegaron de inmediato. Era de lo más completo a lo que había tenido acceso. Yo estaba en una colina y el pasto alto, movido por el viento, me rozaba las piernas. Un animal aullaba a lo lejos. Me miré las manos, ahora cubiertas por las mismas placas que el resto de mi armadura. Los gráficos eran excelentes. Decidí probar las capacidades de mi avatar y me moví hacia delante. Avancé, con pasos cada vez más confiados, hasta que me eché a correr. Me moví a derecha e izquierda, aplastando el pasto en un sendero zigzagueante. Sentía la adrenalina pateándome a full, recorriéndome como un incendio, sentía el aire fresco, lleno de olores, golpeándome la cara y la sensación de que podría correr hasta el fin del mundo. Grité de pura alegría.
Pasé las siguientes horas explorando ese mundo, enfrentando a sus criaturas, formando un ejército y comandándolo, viviendo la vida de mi avatar. Esa noche, sentada frente a la hoguera de mi campamento observando los mapas, evaluando mis avances e intentando idear una estrategia, tuve la repentina sensación de que conocía los lugares a los que iría, de que sabía cosas acerca de ellos. El fuego chisporroteó y las llamas dibujaron un símbolo, un símbolo que yo había visto antes. Me llevó un momento comprender que era el ideograma con el que firmaba Tokio. Era la señal. Había pasado demasiado tiempo allí y él iba a sacarme. Respiré hondo y procuré relajarme. Todos los sonidos se apagaron y el fuego se congeló. El tirón llegó justo después de eso.
La euforia me duró unas cuantas horas más y no pude dormir. Durante todo ese tiempo no hablé de otra cosa que no fuera el juego. Tokio cuidó de mí entonces y después, cuando llegó el bajón, cuando el cuerpo se me volvió un peso muerto. Y ni siquiera eso hizo que dejara de pensar en lo que había sentido. Tenía que volver a entrar. Él no quería, dijo que no le gustaba la forma en que me había afectado y que no dejaría que yo lo usara de nuevo hasta saber más acerca de él.
Tokio tenía muchos recursos, pero le tomó horas crackear el juego y evadir sus defensas. No dejaba de murmurar que había algo extraño allí, se preguntaba una y otra vez qué era lo que se escondía detrás de tantos espejos negros. Cuando llegó la noche no había avanzado mucho, estaba cansado y de mal humor, y decidió dormir un poco antes de seguir. Yo había pasado todo el día tomando agua para limpiarme, la ansiedad había comenzado a disiparse y, a pesar de los calambres, me sentía mejor. No estaba desesperada, pero en cuanto él se durmió me volví a conectar.
El juego me recibió como un lago de agua tibia. Pensé que la falta de la mezcalina haría una gran diferencia, pero no fue así. Me dejé envolver por los sonidos de la noche y el aire frío repleto de olores, olores de cosas que podía identificar pero que nunca había visto. Al despuntar la mañana comandé mi ejército más allá de los montes Ankara y, a pesar del terreno difícil y el clima cambiante, en los días sucesivos cruzamos ríos y valles, rastreamos manadas de bestias trueno, cazamos y comimos. Y a la hora de entrar en batalla, avanzamos como una ola de fuego y destrucción arrasando pueblos y aldeas, doblegando fuerzas que nos superaban en número y armamento. Sólo los que se convertían, los que aceptaban unirse a nosotros, eran perdonados. El fruto del saqueo nos enriqueció, nos abastecimos, compramos armas y pagamos mercenarios, establecimos una nación guerrera que alzaba estandartes con mi nombre. Y noche a noche, mientras todos dormían, yo volvía frente al fuego para que me susurrara sus secretos, como si algo entre las llamas, algo que se escondía tras el crujido de los leños, compartiera conmigo un conocimiento cada vez más vasto.
Muchas veces después de eso me encontré observando el ideograma que llevaba grabado en la mano sin saber qué significaba. Entonces me sometía al ejercicio de recordar cómo había comenzado todo, cómo había llegado allí. Trataba de evocar cada detalle, cada sensación, con la esperanza de que esas pequeñas cosas fueran como clavos para asegurar los hechos en mi memoria e impedir que lo que el fuego me decía los borrara. Aferrarme a eso como si fuera un mantra me hacía sentir más segura, pero no evitaba que esa otra vida y ese otro mundo del que yo venía se me fueran haciendo cada vez más lejanos.
Algo iba creciendo en mi mente. Una sensación indefinida, una especie de ansiedad.
Para cuando entré en la última etapa del juego y sitiamos Kannar, la Ciudad Laberinto, ese vago deseo se había convertido en una pulsión, en una fuerza que me empujaba sin reservas.
El sitio fue largo.
A pesar de que mis hombres luchaban con bravura no lográbamos quebrar las defensas de la ciudad.
Pasé mucho tiempo observando sus torres blancas desde un promontorio, acechándola. Pasé muchos días explorando el perímetro tratando de hallar algo, cualquier cosa, que me permitiera burlar el inexpugnable basalto de la muralla. Hasta que una mañana, del lado que daba al río, descubrí un pequeño desagüe olvidado y un nuevo mapa. El impulso que me dirigía se volvió incontrolable. Siguiendo ese mapa, abandoné a mi ejército, abandoné la cautela, y me aventuré sola por cientos de pasadizos, buscando el camino hacia el Templo de los Reyes Sacerdotes. Ascendí por callejuelas empinadas que se bifurcaban, robé pociones y me enfrenté a los guerreros de la Orden de los Asesinos, combatí y avancé, continué avanzando. Lo hice sin hacerme preguntas ni mirar atrás, sin detenerme a pensar en otra cosa que no fuera llegar al Templo. Y cuando, cansada y sedienta, por fin pude entrar allí, todo fue como supe que sería.
Columnas inmensas se perdían en la oscuridad de un techo altísimo. Pinturas de batallas y sacrificios decoraban los muros, me contaban una historia de grandeza a medida de que yo avanzaba a la luz de la antorcha. Sobre la gran puerta de Sala del Tesoro, escritos con oro y con sangre, había caracteres que yo nunca había visto. Leí: “Sólo si eres digno”. Pateé la puerta y entré. Las joyas más extraordinarias estaban allí amontonadas como baratijas, pero lo que me llamó la atención fue un medallón labrado que pendía de una cadena de plata. Supe que el símbolo en relieve significaba “protección” y me colgué el medallón al cuello. Después de eso todo fue fácil. Avancé eludiendo trampas y peligros hasta llegar a la Sala del Trono. Estaba dispuesta a luchar contra las bestias doradas que protegían la entrada pero, al verme usar el amuleto, los purzas se postraron ante mí.
En ese momento supe que había vencido.
Abrumada, escuchando el resonar de mis pasos, atravesé la sala y subí al gran trono de huesos. Y al sentarme frente al fuego del altar, sentí sobre mí el peso del inmenso templo, el peso de todo lo que estaba en la llanura e incluso más allá, el peso de cada cosa que componía ese mundo. Pero también sentí algo más, algo que iba creciendo hasta imponerse por encima de todo lo otro. Era la presencia de aquél a quien pertenecía ese trono: el último Gran Rey Sacerdote. Percibí esa presencia como algo frío y afilado moviéndose por el borde de mi entendimiento, algo que me cercaba poco a poco, pero yo estaba demasiado cansada para darme cuenta de lo que ocurría.
Vi algo en el fuego, entre las llamas del altar. Una llave. Instintivamente alargué la mano y la tomé. Al instante supe que había hecho mal, pero ya era demasiado tarde: la llave se convertía en una serpiente y la serpiente me picaba. Intenté usar el comando de seguridad que llevaba grabado en la mano pero no pude recordar cómo hacerlo. Creo que grité. A partir de eso, todo se hizo muy confuso.

La luz que entraba por el ventanal me lastimó los ojos.
—Al fin —dijo alguien cerca de mí.
Había máscaras africanas en la pared.

Tokio me sacudía puteando. Creo que lloraba. Nuestra casa era un desastre.

Frente al trono de huesos, el fuego del altar se convertía en llamarada.


Fue como haber estado caminando en aguas cada vez más profundas y de pronto ya no hacer pie, de pronto quedar sumergida, tragar agua y luchar aterrada para salir a la superficie, sacar la cabeza por un instante y luego volver a quedar sumergida y hundirse y hundirse en una caída sin fin.
En algún momento, en medio de la oscuridad, encontré el dolor. Paladeé su integridad y riqueza, lo supe auténtico, me aferré a él y dejé que me guiara.
Después de no sé cuánto tiempo, abrí los ojos y estaba tendida sobre un sillón claro. Vi que la aguja del suero se me había infiltrado. Descubrí que de esa mórbida hinchazón venía el dolor pulsante que me quemaba el brazo e inundaba mi mente. Ese era el faro cuya luz había estado siguiendo. Pero algo tiraba de mí con mucha más fuerza, algo me arrastraba de regreso a la oscuridad, y los ojos se me cerraron otra vez.

 —Quiero volver —dije.
 —Es demasiado tarde para eso —respondió él.
Salió de las sombras con una armadura como la mía. Más vieja. Con más batallas. Antes que se quitara el casco supe cómo eran sus ojos.
 —¿Por qué estás acá?
 —¿Todavía no lo adivinaste?
Me incorporé del camastro y salí de la tienda hacia el campamento. Él caminaba detrás de mí. Me di vuelta para enfrentarlo y de pronto me hallé sentada sobre una alfombra hermosísima y la luz de la tarde llenaba la habitación. Él estaba algunos metros más allá, de pie junto al ventanal.
 —Mario y yo nos encontramos por casualidad —decía—. Él buscaba un mundo nuevo; lo deseaba tanto que yo se lo di. A cambio, él me permitió entrar en el suyo. Así pude ofrecerles ese mundo nuevo a muchos otros.
Me estremecí. La cabeza me funcionaba demasiado lento, no llegaba a procesar lo que sucedía, pero algo en mí gritaba que debía irme de ahí. El Vasco se volvió y me sonrió, y el grito ensordeció mi mente. De pronto la magnitud de lo que él era se me hizo evidente. La realidad de su poder me golpeó en el rostro. Ese poder extraño que yo siempre había presentido, ese poder que había percibido en la profundidad de su voz, se mostraba ahora abiertamente. Lo imaginé atravesando la membrana, entrando a nuestro mundo, ¿una IA? ¿un bot? ¿un nuevo dios?  moviéndose a sus anchas, desplegando sus redes. Quise levantarme de la alfombra, pero me mareé y tuve que dejarme caer otra vez. Cuando lo hice me encontré en una de las mesas del sótano enorme donde la gente bailaba como si no hubiera otro día. Él se acercó a mi oreja para que lo escuchara por encima de la música, como si aquella voz hubiera corrido algún riesgo de perderse en el estruendo.
 —¿Sabés que de todos los que jugaron el juego, solamente vos oíste la voz del fuego?
Pero lo único en lo que yo podía pensar mientras lo escuchaba hablar, era en lo parecidos que eran ese lugar y el garaje de Ferreira. Me acordé del olor a orina y a encierro, me acordé del silencio. Pensé que de un modo extraño ese sordo retumbar tenía mucho en común con aquel silencio. Era una resonancia amarga y vacía, enajenante. Me dije que no era como la sensación que me subía por las piernas cuando había estampida y las bestias trueno estremecían la planicie, que no era como cuando había tormenta y el cielo inmenso se encendía de estallidos… Sentí que me entibiaba por dentro al evocar esos momentos. Lo que me hacían sentir no se parecía a ninguna otra cosa que yo hubiera experimentado. No venía de la desesperación, no venía del miedo, no venía de la brutal necesidad de escapar, no venía del hambre por “querer ser”. Era la suma y el reverso de todas esas cosas. Era parte de una forma completamente diferente de experimentar la existencia. Y sin embargo, finalmente, todo eso también estaba vacío. Aunque se sintiera real, completamente real, no lo era. Miré al Vasco, comprendiendo la verdadera naturaleza de lo que me ofrecía, y lo odié con todas mis fuerzas.
—Quiero volver —repetí. Y no me refería a la planicie.
—¿Es por él? Tiene un oficio complicado, pobre Tokio… Con tanto adicto suelto podría pasarle algo en cualquier momento.
—No te metas con él. —Lo dije mordiendo las palabras. No como una súplica, sino como una advertencia. Entonces sentí mi vínculo con Tokio como un lazo físico, percibí su verdadera intensidad. No era sólo por él, pero también era por él. No tenía sentido tratar de explicarle al Vasco todas las razones por las que quería volver. ¿Qué iba a decirle? ¿Que rechazaba esa existencia enorme no porque no la quisiera, no porque no deseara ese mundo más que ninguna otra cosa, sino justamente por eso, porque me asustaba el modo en el que lo deseaba? ¿Qué iba a decirle? ¿Que sabía que, de no irme entonces, no me iría jamás? ¿O que el orgullo me impedía rendirme y que el orgullo era lo único que me había sostenido la mayor parte de mi vida? Tampoco hubiera podido explicarle por qué no podía abandonarme a una simulación, por qué no podía conformarme con eso; no hubiera sabido cómo. Lo dejé que pensara lo que quisiera. Lo dejé que pensara que era por Tokio. Pero luego eso empezó a preocuparme. Por si la advertencia no había quedado clara, agregué—: Si le llega a pasar algo…
 —No podés ganar.
 —Pero igual voy a quemar ese mundo tuyo hasta que no quede nada.
Amanecía sobre el campamento y mis hombres comenzaron a agruparse. Me temblaban las manos, pero curvé los dedos en torno a la empuñadura de la espada. Me acordé de la primera vez que había peleado, de la forma en que había aferrado esa púa miserable la mañana aquella en el patio del orfanato. Me sentí otra vez como un animalito acorralado y se me tensaron los músculos. Separé los pies. Él dio una mirada alrededor. El valle, las montañas, el verdor sombrío de los bosques y, más allá de las caudalosas aguas del Eric, las tierras esperando la siega y el humo claro de las pequeñas casas de la ladera. Finalmente sonrió. Creo que yo lo divertía.

El brazo me dolía como si me lo hubieran machacado a garrotazos. Reconociendo y saboreando ese dolor, ascendí desde lo profundo y abrí los ojos. Me parece que sonreí. Hice un esfuerzo por enderezarme en el sillón claro. Tenía la boca seca y se me nublaba la vista. Apretando los dientes, me quité la aguja del suero. Miré alrededor y estaba en la habitación decorada con pósters de películas en la que Tokio había reparado la consola. Durante un momento observé con recelo al que estaba sentado al otro lado del cuarto. La luz del ventanal a su espalda no me dejaba verle la cara. En ese momento se me reveló como la sombra que era. Supe que el Vasco, el verdadero Vasco, estaba —siempre había estado— muy lejos de allí, pero que me contemplaba a través de los ojos de esa sombra. Supe que al hablar con ella, el Vasco sería mi interlocutor.
—¿Dónde está?
—Fue a la cocina a buscar más agua. Ya viene.
Tokio entró en la habitación y al verme dejó lo que traía sobre una de las mesitas bajas. Se acercó al sillón y preguntó:
—¿Estás bien?
Parecía que tenía miedo de tocarme, de hacerme daño. Cuando asentí, dijo:
—Sos una pelotuda... —Y me acarició el pelo con increíble ternura.
Supe que había tenido miedo, mucho miedo, y los ojos se me llenaron de lágrimas.
—Vámonos de acá —murmuré.
—¿Podés caminar?
—Creo que sí.
Se volvió hacia él y dijo:
—Nos vamos.
—¿Seguro?
—Sí —escupí.
El avatar sonrió. Se puso de pie y nos acompañó a la puerta.

“Vuelvan cuando quieran”.
Eso fue lo último que le oí decir.

Nunca me volví a conectar.


Los primeros meses fueron los más difíciles.
Tuvimos que hacer unos cuantos trabajos para Ferreira para reponer el dinero suyo que nos habíamos gastado, trabajos que no hubiéramos aceptado de otro modo. Pero Tokio y yo nos enfocamos en sobrevivir, hicimos lo que teníamos que hacer y nunca más hablamos de lo ocurrido. Ni entonces ni después, cuando las cosas se calmaron. Es como si compartiéramos una especie de secreto enorme, un peso del que nadie más sabe y que silenciosamente él me ayuda a arrastrar. Y sin embargo eso no disminuye este frío que siento por dentro.
Todavía algunas veces, tendida en la oscuridad junto a Tokio que duerme, me dejo envolver por los sonidos de la noche. Escucho a algún perro aullando a lo lejos y por un momento creo que estoy en la planicie otra vez. Siento que el corazón se me acelera, que la sangre comienza a correr más rápido por mis venas. Pero dura sólo un momento.
Trato de no pensar mucho en aquello. Si no, cada acción, cada pequeño acto del día siguiente —abandonar el colchón, comer algo, trabajar en los equipos—, se vuelve más difícil.
Salgo poco de casa, porque la situación está cada vez más complicada allá afuera, pero me mantengo al tanto de lo que ocurre.
Sé que hay un nuevo RPG del que todos hablan. La mayoría de los multijugador masivos que se juegan en línea alcanzan en algún momento su pico de fama; pero éste no pasa de moda, no tiene detractores ni imitadores, sólo fanáticos. Hace meses que en los cybers no se juega a otra cosa.
Sé de pibes que comenzaron a hablar distinto, a lucir diferentes. Se formaron banditas que ahora se juntan en un par de casas tomadas. Los vecinos dicen que por la noche hacen fuego en unos tachos y que cantan en un idioma desconocido. Dicen que fabrican armas.
Cada vez con mayor frecuencia veo el graffiti de una serpiente verde dibujado en los paredones del barrio y he notado que algunos pibes me miran de un modo extraño, con una mezcla de miedo y respeto. Igual que si reconocieran en mí los rasgos vistos en una estatua.
A veces sueño con las paredes del Templo y veo mi rostro pintado en ellas.
Esos sueños me inquietan. No tengo modo de saber si cuando abandoné el juego lo hice por completo, si me habré duplicado o si habré dejado una parte mía allí. Me pregunto cuán auténtica es la existencia que llevo desde entonces o si sólo es la sombra de otra, que transcurre en un sitio diferente. Sin embargo, de algún modo, la posibilidad de esa otra existencia es también un consuelo.
Me aferro a esta realidad, que es la que elegí. Pero el dolor —el dolor físico— algunas veces se vuelve intolerable. Día a día las cosas que me rodean me parecen más desabridas, pálidas y huecas. Observo a la gente siguiendo sus rutinas pequeñas y mezquinas, el modo en que se arrastran por este mundo miserable en pos de cosas sin sentido, y se me revuelve el estómago. Yo vi algo más grande. Yo viví algo más grande. No le deseo esta carga ni a mi peor enemigo.
Pensar en que una parte de mí puede estar todavía allí, en esa planicie extraordinaria, conduciendo su propia existencia, me ayuda a seguir adelante.

© Laura Ponce

* Este cuento se publicó Revista Axxón nro. 190, octubre 2008.

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